La vida se construye de manera positiva con base en oportunas, razonables y activas decisiones. Sin embargo, estas esenciales resoluciones se olvidan, postergan o diluyen en el trajín cotidiano, debido a que sobrecargamos nuestra voluntad con demasiadas decisiones banales o intrascendentes.
Al obrar de esta forma, lo único que logramos es saturar nuestros niveles de estrés y ansiedad, de ahí que necesitemos sucedáneos que vengan a colmar, o al menos disfrazar, nuestros parámetros de vaciedad, aburrimiento, hastío e insatisfacción.
El consumo es una de las variables que más se disparan en esta espiral de malestar, disgusto e incomodidad. Por ejemplo, hay personas (sobre todo, damas) que difieren continua y fastidiosamente su elección acerca de la ropa con que se van a cubrir. El problema no consiste, ya, en elegir el atuendo, sino en ver si combinan las prendas, cosa todavía justificable. Pero, además de esta elemental coordinación y ajuste a las normas y tendencias de la moda, la elección se dificulta más por atender a minucias del tipo de: “este ajuar ya me lo vieron, porque me lo puse en tal fiesta o evento”; o, “¿qué ropa llevo mañana a la oficina?” Entre paréntesis, un uniforme solucionaría todo.
Sí, debe haber cierto decoro y normas de presentación al vestir, pero no podemos complicar a tal grado la primaria necesidad de cubrir nuestro cuerpo, porque este cansancio crónico nos proporciona cantidades industriales de fatiga y estrés, amén del tiempo que retardamos la decisión y la energía que empleamos en procesos que debieran ser insignificantes y altamente gratificantes.
De igual forma, en ocasiones derrapan peligrosamente las llantas de nuestra libertad al transitar por la autopista de la determinación, porque no nos animamos a enfrentar el pánico de tomar la decisión y la postergamos indefinidamente.
¿Desecho las decisiones intrascendentes?
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