Día del Niño... y de la Niña también

EL OCTAVO DÍA
    El Día del Niño, de entonces, los festejos tenían como evento núcleo una función de títeres que en realidad eran guiñol, aunque así nos vendían el evento. A excepción de ese día del año, usábamos una reglamentaria bata blanca como médicos en miniatura, a manera de uniforme. Los niños que participaban en la escolta o eran nombrados reyes del Día del Niño usaban unos kepis que les daban un aire de almirantes de la Armada o agentes de tránsito.

    Así nos empezó a reeducar la omnipresente publicidad institucional a mediados de mi infancia. El Día del Niño incluía a las niñas y una voz infantil femenina decía esto último al final de los promocionales de esta gran jornada que conmemoraremos el próximo martes.

    A pesar de tanta tele y radio, la verdad yo fui un niño de la Bella Época.

    No vestía de marinero ni jugaba con soldados de plomo, pero iba a un kínder donde a la hora de los honores patrios un señor - serio, solemne y de aristocráticas canas -, tocaba el himno nacional ante un piano.

    Disfruté mucho, y a ratos me aburrí, del preescolar antes de pasar a la escuela primaria, esa institución penal ideal para olvidar la infancia.

    El Día del Niño, de entonces, los festejos tenían como evento núcleo una función de títeres que en realidad eran guiñol, aunque así nos vendían el evento.

    A excepción de ese día del año, usábamos una reglamentaria bata blanca como médicos en miniatura, a manera de uniforme. Los niños que participaban en la escolta o eran nombrados reyes del Día del Niño usaban unos kepis que les daban un aire de almirantes de la Armada o agentes de tránsito.

    Había que llevar una lata de chícharos -ese fue mi caso- para cooperar para la sopa de verdura que nos harían en dicha jornada especial.

    No, no recuerdo haberme llevado un plato bajo el brazo, eso ocurriría más adelante en la primaria. Y no siempre, porque alguna vez recuerdo que mis compañeros y yo nos rebelamos a esa absurda pretensión de hacernos comer algo que odiábamos, justamente en ese día en que se suponía que debíamos hartarnos de dulces y, si acaso, un poco de pastel, especialmente la parte del betún y con eso era más que suficiente. ¿Por qué insistían tanto los adultos en hacer aquello que el sentido común aleja?

    Hoy la psicología y pedagogía moderna impiden de seguro que a los niños se les aterrorice con un cuarto lleno de cosas viejas, polvo y telarañas donde se confina a los desobedientes reincidentes, pero en un rincón del Estefanía Castañeda existía esa habitación del pánico, que me daba más miedo que a la habitación a donde tenía vedado entrar Marcelino Pan y Vino, epítome del niño desobediente que gracias a su desobediencia llega al cielo.

    Nunca supimos que se hubiese recluido a alguno de mis compañeros en ese calabozo, pero su amenaza resonaba en lo alto como un golpe de regla.

    Mi kínder estaba -y sigue aún ahí- en el espacio donde dominaba el llamado “Cuartel colorado”, durante mucho tiempo un bastión defensivo de la región. Hay antiguas fotos de la explanada con cañones de artillería apuntando a la marisma donde aguardaban las tropas carrancistas.

    Hoy en ese lugar, aparte del kínder, está el Centro de Salud y una escuela primaria donde aún sobrevive un poco del aire de cuartel. Los muros de sus patios son de gruesa mampostería militar

    Este Jardín de Niños fue inaugurado en los años cuarenta, durante la Segunda Guerra Mundial, siendo el Gral. Lázaro Cárdenas comandante de las Fuerzas Mexicanas del Pacífico. La fiesta de inauguración fue una piñata donde cumplió un año el entonces niño Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano.

    Yo fui ahí a principios de los años 70, en un Mazatlán que no pasaba más allá de la colonia López Mateos, casi una ciudad del tamaño de la actual Villa Unión, pero que cada año aparecía en Siempre en Domingo con Raúl Velasco por su Carnaval Internacional.

    Quizá tengo recuerdos muy marcados del Jardín de Infancia porque muchos de mis condiscípulos eran del mismo barrio de mis abuelos y luego los seguiría viendo en la primaria Benito Juárez, pero a partir del tercer año dejaría ese plantel y ese barrio, volviéndose toda esa etapa un tiempo dorado, atrapado entre la nostalgia y la idealización.

    Desde que estaba en la prepa me topé con compañeros que no tenían el menor recuerdo de esas etapas. Recuerdo mis días del niño como una etapa en donde ya se acostumbraba que uno estrenara algo en ese día (evoco especialmente un traje verde de dos piezas que luego se volvería mi uniforme oficial para las piñatas), pero por fortuna, no se usaba llevar tambora para que los padres hicieran autoafirmación pública de sus recursos económicos, ni tampoco esos procelosos desfiles donde se nos inculcaba a los niños cómo desperdiciar gasolina, tiempo y la frágil paciencia de los demás... Era una Bella época.

    Por ese periodo de inflexión de una nueva sociedad global, dos frases contradictorias se escuchaban mucho en la televisión y la radio: una decía “La familia pequeña vive mejor”. A inicios de los 70 la explosión demográfica y el machismo imperante eran los retos enfrentados por la planificación familiar.

    La otra frase que retumbaba era “¡Viva la gente / la hay donde quiera que vas / Viva la gente / es lo que nos gusta mas”... Alcancé a preguntarme cuál sería el futuro de la humanidad ante esos dos mantras tan diferentes alumbrando el camino.

    Era el tiempo de los mantras, donde el pensamiento asiático iluminaba a los jipis y faltaban siglos para los memes, esos condicionadores de lo que la gente debía pensar correcta y totalmente.

    Hoy, ¿cuáles son las frases que irán a quedar en la memoria de los niños? ¿Los jingles de las campañas políticas o los corridos que escuchan sus devotos padres?

    Escribí que provenía de una bella época, pero también tenía detalles duros y tremendas zonas de sombra, pero los adultos de mi entorno lograron crear un oasis para nuestra niñez. Hagamos de eso una actividad permanente.

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    domicilioconocido@icloud.com

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