Mazatlán, la vieja historia de la voracidad del hombre y la confianza excesiva en la bondad de la naturaleza

    Ahora lo común en Mazatlán es apreciar descargas de aguas negras sobre el mar, restaurantes que edifican sobre la arena, una sobreoferta de apartamentos para renta vacacional, hoteles que privatizan la playa y limitan la libre circulación de personas, un exceso de vendedores ambulantes y comercio informal en lugares públicos, el acaparamiento y cobro de espacios de estacionamientos sobre la calle, la destrucción de áreas naturales para construir complejos residenciales, todas las vialidades saturadas, y un ruido ensordecedor por la música a niveles altísimos y en horarios inmoderados... Todo fue resultado de un crecimiento anárquico. La ciudad ya no aguanta más.

    Corría el año de 2007 cuando una noticia trajo júbilo y esperanza a los pobladores de las comunidades pesqueras del sur de Sinaloa acostumbradas a sufrir por las carencias y la mala ventura.

    Un inmenso banco de callos de hacha había sido descubierto frente a las costas de Chametla. El depósito submarino abarcaba una longitud de 50 kilómetros, y era tan rico y abundante, que los pobladores de la zona estimaban que la disposición del molusco tardaría entre 20 o hasta 30 años en agotarse.

    No había más que sumergirse a la profundidad para arrancar del suelo estuario las conchas que en su interior transportan el codiciado oro blanco de la cocina del mar. En el ánimo de la gente sólo había entusiasmo por las posibilidades ilimitadas de prosperidad que prometía el hallazgo.

    Pero cuán confiados son los hombres en la generosidad de la naturaleza, y tan poco precavidos de la voracidad de sus semejantes. Creyeron que su caudal sería eterno, más no se detuvieron a pensar que hasta el yacimiento más abundante se convierte en nada cuando sucumbe ante la insatisfacción de la codicia humana.

    Así fue como de pronto los pescadores pasaron del regocijo a la amargura por no tener más fortuna dónde posar sus esperanzas. El famoso banco de callos se agotó en menos de 10 años, y ahora sus redes vuelven a tirar al mar esperando que la providencia les acomode un nuevo destino.

    Hoy que Mazatlán atraviesa por un periodo de bonanza similar, es imposible no recordar lo ocurrido en esas comunidades pesqueras que no fueron capaces de advertir la lógica más elemental de la conservación de los recursos.

    De manera muy parecida, el puerto ha encontrado en el turismo su propia mina de oro, que por la irresponsabilidad de sus gestores está generando una sobrecarga excesiva en los recursos públicos y naturales con los que cuenta la ciudad.

    Desde la apertura de la carretera a Durango, y con la remodelación del Malecón y el Centro Histórico, Mazatlán duplicó en una década el número de visitantes recibidos por año, al pasar de 2 millones de turistas en 2013 a 4 millones para 2023. Esto es cuatro veces la población total que tiene la ciudad.

    El turismo en estos términos se ha convertido en una actividad predatoria. Para albergar y entretener a un mayor número de visitantes se requirieron más habitaciones, más hoteles, más edificios, más vehículos, más restaurantes, más comercios, más atracciones, más amenidades, más alimentos.

    Pero como todo se dejó a la inercia, el resultado desde luego ha sido una caótica experiencia en la que cada quién hace lo que quiere o lo que puede para competir por el dinero que dejan los turistas.

    Además, todo esto ha sido soportado con la misma disposición de medios y servicios públicos con los que se contaba hace 15 años. Es decir, la misma infraestructura, la misma lógica de movilidad, el mismo drenaje, pero sobre todo, la misma legislación obsoleta que no está al día con los requerimientos de una ciudad en crecimiento.

    Por eso ahora lo común en Mazatlán es apreciar descargas de aguas negras sobre el mar, restaurantes que edifican sobre la arena, una sobreoferta de apartamentos para renta vacacional, hoteles que privatizan la playa y limitan la libre circulación de personas, un exceso de vendedores ambulantes y comercio informal en lugares públicos, el acaparamiento y cobro de espacios de estacionamientos sobre la calle, la destrucción de áreas naturales para construir complejos residenciales, todas las vialidades saturadas, y un ruido ensordecedor por la música a niveles altísimos y en horarios inmoderados.

    Todo fue resultado de un crecimiento anárquico. La ciudad ya no aguanta más. Con el cambio de gobierno que se avecina, es indispensable repensar una estrategia de desarrollo local sostenible. Tres deben ser los ejes de la agenda pública: 1. La actualización integral de las distintas leyes que regulan las actividades turísticas, comerciales e inmobiliarias; 2. Una fuerte inversión en bienes y servicios colectivos para atenuar la creciente desigualdad 3. El fortalecimiento de los mecanismos de participación y gobernanza, para conciliar los múltiples y diversos intereses de grupo que ponen en riesgo la gobernabilidad de la ciudad, por no encontrar los canales adecuados de comunicación.

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    jorge.ibarram@uas.edu.mx

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