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"OPINIÓN"

"Crónica íntima del sismo"

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    Luego del retraso del vuelo de Aeroméxico llegué por fin al Aeropuerto de la Ciudad de México. Era un día normal con su trajinar y la prisa de los viajeros. Compré el boleto del taxi que me llevaría por el rumbo de Santa Fe donde se encuentra el Centro de Investigación y Docencia Económica (CIDE), donde fui convocado para participar en un seminario del Programa de Investigación en Rendición de Cuentas que dirige el colega y amigo Mauricio Merino.

    Llego cuando estaba avanzada la sesión y me sumé al grupo de académicos que procedía de varios estados. Luego de un receso, la colega queretana Martha Gloria Morales, hacía su presentación, cuando empieza el temblor de menos a más y la gente se pone de pie para alcanzar la puerta mientras la compañera Morales continúa su exposición absorta en su tema. “Cuando vi aquello me pregunté: ¿Qué está tan mal la presentación que todos se salen?”, nos dijo luego Martha Gloria, pues no se percataba del temblor en curso. Y ahí viene a alcanzarnos, cuando se puso más fea la situación sísmica. 

    El auditorio se estremecía y las antenas a lo alto del edificio oscilaban de izquierda a derecha. Unas herrerías ligeras que protegen las aulas del sol se movían y esperábamos que en cualquier momento se desprendieran sobre el patio central donde estábamos organizados en filas de 20 personas. No cunde el pánico, pero una mujer de intendencia se desvaneció y cayó sobre un pequeño pasto que soportaba una conífera. Los responsables de protección civil del CIDE nos ordenaron que permaneciéramos en el mismo lugar donde el sol apretaba. Había que esperar la revisión del inmueble para ver su estado y poder recoger nuestras pertenencias. Hecha la supervisión nos pidieron que pasáramos por ellas y que no retiráramos del CIDE. 

    Al salir, la carretera Toluca-México estaba más lenta que de costumbre y tomé uno de los autobuses que hacen la ruta hasta la estación del Metro Tacubaya. El trayecto duró prácticamente dos horas en un tráfico complicado que permitió ver la cotidianidad y las multitudes de gente que se encontraba fuera de los edificios aparentemente intactos. La zona de Santa Fe es quizá el desarrollo inmobiliario con mayor empuje en los últimos 32 años. Las construcciones de alta plusvalía aparentemente se han hecho como corresponde a una región sísmica. No es el caso de otros edificios nuevos colapsados que se derrumbaron con gente dentro de ellos. Cruzamos por esta zona exclusiva para acercarnos a Observatorio y más tarde a Tacubaya. Zona que representa un cambio arquitectónico y de gente que mayoritariamente es humilde. Estamos hablando de uno de los rumbos populares de la Ciudad producto de la expansión de una mancha urbana insaciable que alcanza las partes altas del sur de la metrópoli. 

    Ahí el temblor no parecía haber causado daños mayores y la gente continuaba con sus actividades. Vi a obreros de la construcción que seguían arreglando obras públicas. Se les veía con la tranquilidad de alguien que lo ha vivido todo. Las comerciantes de fritangas seguían echando tlacoyos y quesadillas de flor de calabaza y huitlacoche frente a sus clientes que las devoraban. Pensé en mi fuero interno, no cabe duda que los temblores de todo tipo provocan hambre. Con esa y otras reflexiones filosóficas llegamos hasta la estación Tacubaya donde aquello era un remolino de personas que entraban y salían de la estación. Ahí empecé a ver angustia, zozobra, desesperación e intranquilidad de quienes no pueden conectar con sus familiares o amigos. Aquellos que están sin saber de viva voz lo que pasa dentro o fuera de la ciudad. Había cientos de personas con celular en mano buscando llamar o mandar un mensaje. Las redes empezaron a colapsarse por la demanda. La angustia seguramente aumentaba entre quienes volvían a la carga. Ingresé al Metro y la gente caminaba rápido como si eso la acercara a su destino final. El pasillo sin estar a tope tenía gente separada entre hombres y mujeres. Accedí a un vagón para dirigirme a la estación del Metro Insurgentes pero, conforme fuimos pasando las estaciones intermedias, la situación se tornó complicada porque las unidades se fueron saturando. Decenas de personas desesperadas querían tener acceso a un espacio inexistente. Aquello era una lata de sardinas, la gente respiraba a duras penas. Adentro mantenía un silencio acongojante. Metida en sus reflexiones, sus preocupaciones, su angustia, sus recuerdos. Salí con mucha dificultad del vagón y afuera en la Plaza de los Insurgentes, había cientos, quizá miles de personas, la mayoría buscando conectarse con los seres queridos sin reparar en los que la rodeaba. 

    Me dirigí a pie a la Colonia Roma, tomé la calle Puebla donde viven Arturo y Hortensia, unos amigos de Los Mochis, fui viendo los destrozos del sismo. Vidrios quebrados, plafones y mampostería en el suelo, agujeros en muros, molduras de una iglesia hechas añicos y sobre todo gente asustada en medio de la calle. Llegué hasta el domicilio de los amigos. Un edificio con matices churriguerescos y me encontré a los amigos serenos bebiendo café y escuchando las noticias en un radio de pilas. Se había ido la luz y eso les permitía estar en contacto con los noticieros permanentes que informaban de lo que sucedía en la Roma, Del Valle, Condesa o Coapa. 

    Luego de los saludos de rigor y algo de comida, salimos a hacer un reconocimiento por las calles donde estaban los mayores daños. Medellín, Monterrey, Obregón... Ahí donde proliferan bares y restaurantes la situación estaba desbordada, pues mucha gente llegaba con su palas, barras, gatos hidráulicos. La amplia mayoría eran jóvenes, los héroes anónimos de este sismo. Bien pedía un twittero esperanzador: Los jóvenes han tomado la Ciudad, por favor no la suelten. 

    Pero, no todos los jóvenes estaban con esa libertad, otros vivían la angustia de los desaparecidos, los suyos, los vecinos, los amigos. Nunca había visto tanta energía desbordada. No importaba el riesgo en esas zonas inestables. Querían todos ayudar aunque muchas veces estorbaban en los espacios restringidos. Pero, entonces, fue que la gente se dio cuenta que había otros espacios de participación. Ayudando con el agua, la comida, el tráfico de vehículos de personas. Una lámpara, un switch para conectar los celulares. No había más límite que el que cada uno se imponía. Volvimos a casa en medio de la penumbra. Fue una noche larga, con la zozobra en la garganta, la mañana siguiente caminé por las calles del Centro, que normalmente a esas horas se encuentran muy transitadas, estaban solas, algunos jóvenes como los de la Vocacional 5 del Poli, estaban instalando un centro de acopio.

    Se sentía en ese espectro, el silencio de quien siente la fragilidad de la vida, y la zozobra íntima de que el movimiento telúrico vuelva a ocurrir. Que vuelva a arrancar algo si es que existe tranquilidad. 

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