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"Opinión"

"Espiar"

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26/06/2017

    Roberto Blancarte

    roberto.blancarte@milenio.com

     

    Uno de mis primeros trabajos, a principios de los años 80’s del siglo pasado, fue en la Secretaría de Relaciones Exteriores, y allí se decía, medio en broma, medio en serio, que si se quería enviar un mensaje secreto a alguna de nuestras representaciones en el exterior, no había que hacerlo mediante mensajes cifrados o codificados, sino por el correo normal.

    La idea era que los mensajes codificados eran seguramente descifrados por alguna potencia interesada, mientras que los mensajes comunes eran tantos que seguramente los servicios de espionaje no tendrían ni la capacidad ni el tiempo para estar revisándolos.

    Digo esto, porque, desde que tengo uso de razón, he conocido de la existencia de personas y sistemas para espiar en México.

    En mi juventud, como miembro del Partido Comunista, aprendí a no decir nada relevante ni comprometedor por vía telefónica. Luego llegué incluso a conocer a personas que habían trabajado para algún gobierno local en el espionaje telefónico y me tocó, en más de alguna ocasión, ver cómo personajes importantes de la política y de la sociedad civil eran espiados, no sé si bajo el amparo de una orden judicial, o de manera arbitraria.

    El espionaje ha sido, por lo demás, parte de las sociedades antiguas y modernas. Conocer lo que va a hacer tu enemigo, de antemano, le otorga a una persona o a una institución, una ventaja enorme.

    Hace poco leía por ejemplo que George Washington y su staff del ejército continental, pudieron en más de una ocasión adelantarse al ejército británico, gracias a los espías que tenían infiltrados en el mismo. Y de allí en adelante, así han procedido no sólo los estadounidenses, sino todos los que han podido, desde Francia hasta Cuba.

    Wikileaks mostró por ejemplo que el gobierno de los Estados Unidos espía a sus mismos aliados y Snowden mostró que también espiaba, sin orden judicial, a sus propios ciudadanos.

    El caso de México no tiene por qué ser la excepción. La cuestión es entonces muy clara: el espionaje existe y probablemente existirá siempre; el problema es a quién se espía, con qué objeto y con qué justificación.

    Uno no debería espiar ni a los amigos ni a los ciudadanos comunes, porque hacerlo, en realidad significa que uno los considera enemigos potenciales. Y ese es el problema en México: que nuestro gobierno considera que los periodistas, los activistas de derechos humanos y vaya a saber usted cuántos más, son considerados enemigos del sistema.

     

     

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