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"Ámbito"

"La cola"

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    Desde sus más remotos registros, el periodismo ha enfrentado alguna forma de coerción ejercida por diversas fuentes, y muchos de los medios que, enarbolando el derecho a la libre expresión, se han rebelado a ceñir ese grillete han sido acallados mediante presiones y represiones que van, desde el bloqueo económico, hasta la amenaza de muerte y el asesinato mismo.
     
    En ese marco surge ahora un señalamiento que conmociona, y es el que expone la posibilidad de que los periodistas que un gobierno considere incómodos estén siendo objetivo de espionaje digital. Por naturaleza el espionaje es una actividad subrepticia que solamente se justifica cuando se aplica como recurso de investigación contra la delincuencia, pues en cualquier otro caso se reduce a una acción ilícita, violatoria y punible.
     
    En la década de los 50s, obviamente del siglo anterior, privaba una advertencia para los reporteros noveles, y se refería a la condición, no escrita en manual alguno, sobre la intocabilidad de la Presidencia de la República, el Ejército y la Iglesia; esas instituciones eran tabúes ante cualquier ejercicio crítico. Desde luego que había periódicos y revistas que no se ajustaban a tal canon; esos bastiones de la libre expresión tenían que sortear los avatares de la represión, y muchos acabaron por sucumbir.
     
    Tal y como se sigue haciendo en la actualidad, cuando un medio resultaba incómodo para el sector oficial, se cancelaba la contratación de publicidad o gacetillas, lo cual se traduce a una suerte de bloqueo económico. En el curso de la segunda mitad del Siglo 20 el Gobierno era propietario de la empresa Productora e Importadora de Papel (PIPSA), lo cual representaba un determinante recurso de presión al suprimir la dotación del vital insumo a las empresas periodísticas “no alineadas”.
     
    La represión contra el ejercicio periodístico, por medio de la privación de la libertad y del asesinato, ha tenido presencia al través de los siglos; sin embargo, resulta en extremo infortunado e indignante el infausto acento que el crimen está cobrando actualmente en México, donde el periodismo ha sido estigmatizado como una actividad de alto riesgo. 
     
    En Mazatlán, José Cayetano Valadés fue asesinado la noche del 27 de enero de 1879; y el 30 de mayo de 1984, en la Ciudad de México fue asesinado Manuel Buendía Tellezgirón. En el primero de estos casos se detuvo a Nicolás Zazueta, presunto autor material de la muerte de Valadés; en el segundo caso también hubo detenidos. Supuestamente ambos homicidios no quedaron impunes. 
     
    No se puede decir lo mismo en torno a los periodistas sinaloenses que han sido asesinados en este siglo inicial del tercer milenio de nuestra era. Obre para constatar lo anterior el siguiente obituario:  Gregorio Rodríguez, en 2004; Óscar Rivera Inzunza, en 2007; José Luis Romero, en 2009; Humberto Millán Salazar, en 2011; Jesús Antonio Gamboa Urías, en 2014, y Javier Valdez Cárdenas, en el presente 2017, cuyos casos se suman a los crímenes cometidos en el ámbito nacional, todos los cuales permanecen en la impunidad.
     
    En lugar de ofrecer resultados fehacientes de una verdadera intención de esclarecimiento, las autoridades son ahora señaladas por el “New York Times” como autoras de actos de espionaje cibernético en contra de varias instituciones, entre ellas el medio periodístico. En respuesta a lo anterior, el Secretario de Gobernación ha soslayado la versión, y convoca a los periodistas a presentar denuncias concretas. Pero en ese sentido ya existe una denuncia por parte de la periodista Carmen Aristegui.
     
    En otro tema, en la 47 Asamblea General de la OEA, realizada en Cancún, se registró el revire que la canciller venezolana, Delcy Rodríguez, hizo en respuesta a los señalamientos del Gobierno de México, al cual ahora acusa de violar los derechos humanos, particularmente en el caso de los 43 estudiantes de Ayotzinapa. Es decir que se puede acusar de antidemocrático, en este caso, al régimen venezolano, pero cuando el acusador porta un apéndice, siempre correrá el riesgo de que el acusado le pise la cola.
     

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