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"Opinión"

"La nueva burguesía"

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23/06/2017

    Arturo Santamaría Gómez

    santamar24@hotmail.com

     

     

    Será fatalista decirlo, o quizá realista y objetivo, pero hay por lo menos tres estados mexicanos donde el poder del crimen organizado está por encima de sus gobiernos. Uno de ellos es Sinaloa. Los otros dos son Tamaulipas y Guerrero.

     

     

    Lo grave es que esa realidad no es de ahora sino de varias décadas. En Sinaloa por lo menos desde inicios de los 80.

     

     

    En 1982, cuando Juan S. Millán emprendía su campaña para Senador, Miguel Ángel  Félix Gallardo, entonces el Jefe de Jefes del narco mexicano, a través de un enviado le ofreció financiarlo. Millán Lizárraga asegura que no aceptó la propuesta y que tuvo que ser muy cauteloso en su respuesta al capo. Poco antes de esa fecha, el mismo Padrino financió la construcción de la biblioteca central de la UAS. Fue tan público el financiamiento que las autoridades de la institución le hicieron un reconocimiento a Félix Gallardo a través de una placa que en bronce posa sobre los edificios de la casa de los libros.

     

     

    Ambos hechos retratan una realidad inocultable: desde entonces, el narco sinaloense tenía tanto poder que se daba el lujo de acercarse a políticos poderosos para financiarlos, y estos tenían que hablarles con respeto. Y por otro lado, la principal universidad del estado aceptaba sus dineros y le brindaba un homenaje.

     

     

    Desde entonces, el narco ya tenía el suficiente poder para que le hablaran con respeto y admiración por parte de actores importantes del escenario público sinaloense.

     

     

    Tal poder no ha disminuido sino aumentado. Desde entonces, los gobernadores se callan ante ellos, se alían o se subordinan. O, como parece ser el caso actual de Quirino Ordaz, simplemente no puede con ellos, ni siquiera con el apoyo de las Fuerzas Armadas.

    Sinaloa vive una tragedia; Tamaulipas y Guerrero viven una tragedia. México vive una tragedia. Nuestra entidad por lo menos desde hace 40 años. Tamaulipas y Guerrero mínimamente desde hace dos décadas. El País claramente desde que en 2006 Felipe Calderón emprendió su llamada “Guerra al Narco”.

     

     

    Y así vamos a seguir hasta que, quién sabe cuándo, se inicie la legalización del tráfico de drogas. La historia es contundente y necia: la violencia masiva se sostiene en los lugares históricos del narco, como Sinaloa, y se extiende paulatinamente donde antes no llegaba, como en Veracruz y Baja California Sur.

     

     

    El marxismo y más enfáticamente el leninismo ha sostenido que el Estado es una superestructura, política y represiva, que representa los intereses de la clase social en el poder; y, cuando esa teoría teje más fino, precisa que defiende los intereses de la fracción de clase en el poder.

     

     

    Si hacemos caso a esta tesis, bien podríamos sostener que en México, hay una fracción de clase, la narcoburguesía o los narcoempresarios, que con el capital transnacional que gozan, han podido construir una fuerza hegemónica en varias regiones de la nación, ya sea aliándose o subordinando a  individuos o grupos de la clase política.

     

     

    Habría, entonces, en México un nuevo bloque en el poder, en el que el crimen organizado, por lo menos en algunas regiones y momentos, forman parte de él. Y cuando parece ser que un sector o grupo de la clase política, como en el caso sinaloense actual, con fuertes bases empresariales, parece que no quiere pactar o subordinarse a ese poder fáctico, la violencia, método principal de actuación del sector criminal, se incrementa para desestabilizarlo o debilitarlo hasta que llegue a firmar un acuerdo a favor de una fracción.

     

     

    El tema de la subordinación de la clase política a esa nueva burguesía no es tan sólo la derrota del Estado ante el crimen organizado, lo cual ya es en sí un hecho en extremo grave, sino que tal suceso implica un enraizamiento casi imbatible de la impunidad, la opacidad y una brutal corrupción de las estructuras gubernamentales e incluso en las ciudadanas, como en la actualidad padecemos.

    Lo anterior no tan sólo habla de una crisis del sistema político mexicano sino de una verdadera crisis civilizatoria. No tan sólo el tejido político está infecto sino también gran parte del social.

     

     

    En este marco socio histórico, no habrá que pensar, desafortunadamente, en grandes victorias contra ese desorden magno sino en pequeños avances y luchas de la ciudadanía y la sociedad civil, ya sea en la arena electoral, en el terreno de las ideas, de la tribuna periodística y de las redes sociales, en la construcción de más organizaciones civiles, en el campo de la ciencia, la educación y la cultura. Suena a poco e ingenuo, pero es mucho.

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