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"Opinión"

"La pérdida del respeto"

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18/04/2017

    Joel Díaz Fonseca

    En nuestra memoria quedan grabadas frases que escuchamos en las películas, meramente anecdóticas la mayoría de ellas, pero que de alguna manera encierran verdades que no siempre valoramos.
    La película No country for old men, proyectada en México como Sin un lugar para los débiles, que ganó en 2007 el Óscar a mejor película, mejor director y mejor guión, es uno de esos filmes que dejan algo para recordar.
    El sheriff Ed Tom Bell (Tommy Lee Jones) dice casi al final: “Desde que dejamos de oír ‘señor’ y ‘señora’ todo se perdió”.
    Esta sencilla frase refleja ese sentimiento de decepción que nos aqueja con frecuencia a quienes nacimos por allá en la mitad del siglo pasado, que no entendemos a las nuevas generaciones y sentimos que no encajamos ya en su mundo.
    Esa sentencia, aparentemente superficial, es el reconocimiento de que nosotros, los “old men” de hoy, somos en buena medida los causantes de aquello que criticamos y denostamos, al haber dejado que las normas y reglas de convivencia en nuestras sociedades fueran hechas a un lado. Revela sin duda por qué está nuestro mundo tan desquiciado. El abandono de las reglas, en el ámbito que sea, conduce al caos.
    Vivimos en un mundo que en nada se asemeja al mundo en el que crecimos, cuando, quitándonos el sombrero o la cachucha, saludábamos con respeto con un “señor” o “señora” a las personas adultas que nos encontrábamos por la calle, o cuando nos levantábamos de nuestro asiento para cederlo a las personas mayores, a la madre con un bebé en brazos, o a una persona discapacitada.
    La pérdida del respeto a las personas derivó en otras pérdidas igualmente importantes, entre ellas el desentendimiento de las normas de conducta y de convivencia social.
    Empezamos con pequeñas transgresiones como pasarnos un alto o tirar basura en la vía pública, excusándonos con un “qué tanto es tantito”, y fuimos escalando peldaño tras peldaño la montaña de la descomposición social hasta el grado de ver como algo normal que se despoje de sus bienes a otras personas o que los gobernantes roben, y hasta justificar que se abuse de alguna joven con el degradante argumento de que ella provocó a sus agresores, etc.
    Hemos perdido la capacidad de asombro, que era el freno que impedía que atropelláramos a nuestros semejantes.
    Todavía hace unas décadas nos indignaban los robos y atropellos de algún gobernante, hoy lo vemos como algo natural e inevitable. Nos hemos acostumbrado a ver tantos abusos y latrocinios de los hombres del poder y nos cruzamos de brazos, a sabiendas de que con ese manoteo de recursos se hipoteca el futuro de nuestros hijos y el de los hijos de sus hijos.
    El viernes santo, al concluir el tradicional Viacrucis, el Papa Francisco ofreció un inusual desagravio por “las ofensas de la humanidad a Jesús en la cruz”.
    Puede alguien cuestionar: Si yo no estuve ahí ¿cómo pude agraviar al Redentor? Las palabras del Pontífice no dejan ningún lugar a dudas sobre la responsabilidad por cada uno de nuestros actos, y más bien de nuestras omisiones.
    El Papa llamó a sentir vergüenza “por las demasiadas veces que, como Judas y como Pedro”, lo hemos vendido, traicionado, y abandonado (al Nazareno), “escapando como cobardes de nuestras responsabilidades”.
    Y llamó a sentir vergüenza “por nuestro silencio frente a la injusticia; por nuestras manos vagas para dar y ávidas para quitar y confiscar; por nuestra voz que defiende nuestros intereses y es tímida para hablar de los intereses de los otros; por nuestros pies veloces sobre el camino del mal y paralizados sobre el del bien”.
    No creo equivocarme si digo que en la rendición de cuentas (como creyentes o no creyentes; como ciudadanos; como padres de familia; como esposos; como estudiantes) pesan igualmente que nuestros agravios a los demás, nuestras omisiones, sobre todo si podíamos salvarlos de algún peligro, de algún sufrimiento.
    Al dejar que nuestra pareja, nuestros hijos, nuestros alumnos, nuestros empleados, nuestros compañeros de trabajo se olvidaran de tratar con respeto a la gente, cualquiera que fuese su condición, abrimos la puerta para que afloraran todos los males y conductas que hoy reprochamos.
    Y al permitir que quienes gobiernan transgredan las leyes y pisoteen los derechos de los ciudadanos; que quienes legislan lo hagan de espaldas a la sociedad; y que los partidos que los postularon persistan en elegir a personas sin escrúpulos, cometemos uno de los peores pecados, el de omisión.
     

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