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@rodolfodiazf
Gastar bromas es parte importante de las relaciones que sostenemos con personas de nuestra entera confianza, siempre y cuando no sean “pesadas” o degeneren en burla y sarcasmo. Hasta Cicerón reconoció que hay dos clases de gracias o bromas: “una incivil, petulante, malévola, obscena; otra elegante, cortés, ingeniosa y jovial”.
Cuando la broma excede límites razonables se convierte en una carga que nadie desea soportar. De hecho, la palabra broma surge para significar algo molesto, que fastidia y entorpece. Incluso, en nuestro país utilizamos el adjetivo bromoso y el verbo embromar, que puede tener también el significado de entretener.
Originalmente, el vocablo hacía referencia a un pequeño molusco que se adhería al casco de madera de los barcos antiguos para irlo carcomiendo paulatinamente, hasta que acababa haciendo profundos túneles y orificios que destruían toda la estructura. Este molusco era también conocido con el nombre de Teredón, que significa carcoma.
Lógicamente, estas tremendas averías no solamente dañaban la estructura de las naves, sino que también repercutían en el ánimo y finanzas de sus propietarios. Por eso, se comenzó a aplicar la palabra broma a cualquier expresión que afectase o molestase a las personas, como se constata en el Diccionario de Autoridades, que data de 1726: «Frase con que metafóricamente se da a entender, no solo el que es pesado y molesto en su trato y conversación, sino otra cualquiera cosa, que excede notablemente de lo que le corresponde”.
Sin embargo, las bromas se pueden usar de manera muy sana. “Las bromas crearán un clima de distensión, de confianza, de simpatía. Especialmente con ayuda de esas bromas simpáticas que nos muestran el ingenio de los demás y que nos llevan también a reírnos un poco de nosotros mismos”, señaló el Padre Fernando Pascual.
¿Bromeo sanamente? ¿Me excedo?
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