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@rodolfodiazf
Todos ansiamos ser libres, pero muchas veces somos esclavos de nuestros deseos y pasiones. Anhelamos ser dueños de nuestra vida, pero la hipotecamos persiguiendo nimiedades y banalidades. Queremos tomar decisiones responsables, pero caminamos ciegos tropezando con nuestras ambiciones y egoísmos. Buscamos abrazar el mundo, mas nuestros brazos gimen encadenados por la ambición. Alentamos sueños de libertad, pero naufragamos en el embravecido mar de nuestros remordimientos. En lugar de alcanzar la estatura apropiada, empequeñecemos bajo el peso de innumerables debilidades y miserias. Aparentamos ser libres, pero sólo externamente, porque carecemos de libertad interior.
En el cuento “Dios ve la verdad pero no la dice cuando quiere”, León Tolstoi narró la historia de un joven comerciante llamado Aksenov, acusado injustamente de asesinar y robar a otro comerciante, al encontrar los policías en su saco de viaje el arma homicida: un cuchillo ensangrentado.
En prisión recibió la visita de su esposa y sus dos hijos. La mujer le preguntó si en verdad era culpable. “Por lo visto, nadie, excepto Dios, puede saber la verdad. Sólo a Él hay que rogarle y sólo de Él esperar misericordia”, expresó Aksenov, quien nunca volvió a saber nada de su familia y vivió 26 años prisionero en Siberia. Aprendió a hacer botas y leía el Libro de los mártires, el Libro de los apóstoles y cantaba en el coro de la iglesia. Todos lo estimaban por su carácter tranquilo.
Un día, llegó a Siberia otro condenado: Makar Semionovich, el verdadero asesino del comerciante. Aksenov sospechó de él, pero no lo denunció ni delató que cavaba un túnel para escapar. Preso de sus remordimientos, Semionovich confesó su culpa a las autoridades. “Dios te perdonará; tal vez yo sea cien veces peor que tú”, dijo Aksenov, quien había alcanzado la libertad interior.
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