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"Opinión"

"Los estados vuelven a ganar"

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    amparocasar@gmail.com

     

    Uno de los grandes problemas de nuestra medio descalabrada democracia es el federalismo que durante décadas lo fue sólo en el papel porque las entidades federativas estaban avasalladas por los dictados del Presidente en turno y sus márgenes de decisión eran tan estrechos que prácticamente no existían. 

     

    Cuando el Presidente dejó de ser el gran decisor de la República, si no por elección, por necesidad, los gobernadores tomaron la oportunidad y se desquitaron de los años de sumisión. Hicieron dos cosas igualmente dañinas para la democracia. La primera fue asumir el papel de presidentitos a la muy vieja usanza en sus respectivos territorios, anulando la división de poderes, reproduciendo y apropiándose de las estructuras clientelares, controlando a la prensa y cooptando a los supuestos organismos autónomos creados por la Constitución y las leyes generales. 

     

    Lo segundo fue vender caro su amor al Gobierno federal. Cuando el PAN llegó por primera vez a la Presidencia con Vicente Fox a la cabeza, se encontró en una posición minoritaria y buscó en los gobiernos estatales, la mayoría de filiación priísta, el apoyo que le escatimaban en el Congreso. Ese apoyo tendría un precio: la transferencia de cada vez mayores recursos. Recursos que no tendrían ataduras de ningún tipo; recursos para gastar discrecionalmente y sin rendición de cuentas. 

    La suma de transferencias y participaciones creció desmedidamente. Si en 1997 éstas alcanzaban 503 mil millones de pesos, para 2000, 763 mil millones, para 2003 habían llegado a 914 mil y en 2006 a 1 billón 52 mil pesos, todas cifras reales de 2017. Este aumento de recursos fue acompañado por el crecimiento de las deudas estatales, que en 2001 eran 100 mil millones de pesos (1.9 por ciento del PIB de los estados) y llegaron a 568 mil millones (3.1 por ciento del PIB estatal) en 2016.

     

    Y todo a costa de la Federación, pues, con ese crecimiento, los estados no tenían que preocuparse de elevar sus ingresos propios. No había razón para que los gobernadores tuvieran que recurrir al expediente siempre impopular de tener que cargar impuestos locales a sus contribuyentes. Entre lo que les mandaba la Federación y la deuda que les aprobaban sus congresos, vivían en la bonanza.

    Aunque la Constitución estipulaba que la deuda adquirida por los estados no podría ser destinada al gasto corriente sino a inversión productiva, esta norma fue letra muerta. Según cifras oficiales, entre 2006 y 2011 ninguna entidad incrementó su gasto en obra pública y la mayoría de la deuda de estados y municipios (más del 80 por ciento) se “garantizaba” a través de las participaciones federales.

    El descontrol llegó a tal punto que al final del sexenio de Calderón se aprobó una nueva ley de disciplina financiera y fiscalización a estados y municipios que los obligaba a dar cuenta de las decisiones de endeudamiento. La ley fue muy celebrada, pues amarraría las manos a los gobernadores y los obligaría a rendir cuentas. Pero como suele ocurrir en México, hubo un cambio en la ley mas no en la realidad. Ni la recaudación local, ni la eficiencia del gasto, ni su fiscalización mejoraron. Además, los estados encontraron nuevos mecanismos para burlar la ley a través de los fideicomisos público-privados que se volvían inescrutables. 

     

    Con Peña Nieto, volvió a recurrirse a un cambio normativo (leyes de Disciplina Financiera, de Coordinación Fiscal, de Deuda Pública y de Contabilidad Gubernamental) que supuestamente, ahora sí, obligaría a los estados a “un manejo sostenible de sus finanzas públicas”. Igualmente, se dio un paso positivo, otra vez en la norma, pues se otorgó a la Auditoría Superior la facultad de revisar no sólo las aportaciones (recursos etiquetados para los programas) sino también las participaciones y se obligó a las entidades federativas a inscribir y publicar en el Registro Público Único la totalidad de sus créditos y obligaciones de pago.

     

    Si estas nuevas normas se van a cumplir o no, es un misterio. La realidad es que, por una abrumadora mayoría (38 votos en contra), los diputados aprobaron reformas a la Ley de Disciplina Financiera de las Entidades Federativas y Municipios para flexibilizar las condiciones de contratación de deuda y, también, las restricciones sobre el uso de sus ingresos excedentes con el fin de poder canalizarlos a gasto corriente. Tal “flexibilización” ocurre, casualmente, en el año electoral más importante que México haya vivido y a pesar de que una y otra vez se ha señalado el desastre de las finanzas estatales en términos de deuda, de gasto en inversión productiva y del nulo avance en los ingresos propios que siguen representando un promedio de tan sólo 10% de los recursos de los estados. Además, queda latente el riesgo de que la deuda pública “ilegal” contraída con anterioridad sea “legalizada”.

     

    Los diputados insisten en que las disposiciones aprobadas en el PEF 2018 no tienen ni tintes ni dedicatoria electoral pero los datos dicen otra cosa: los gobernadores y presidentes municipales tendrán más dinero para aceitar sus maquinarias electorales en 2018 cuando se elegirán a 8 gobernadores, a 1,596 presidentes municipales en 24 estados y al Jefe de Gobierno de la CDMX junto con los 16 delegados.

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