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"Opinión"

"México sigue pie"

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    A Édgar, Alejandro, Juan Carlos, Luis Manuel y Rubén
     
    El sismo nos sorprendió en la sala de juntas que se encuentra al fondo de la biblioteca. Los que estuvieron en el terremoto del 85 dieron la voz de alerta al tiempo que saltaban de sus sillas: “Vámonos, vámonos rápido porque está temblando muy feo; salgan ya”. El resto de escenas comenzaron a surgir desde aquella eternidad contenida en los 152 segundos que duró el sismo.
    La primera reacción resultó clave. En un parpadeo decidí quitarme del marco de la puerta para dejar el paso libre al resto del grupo. En nuestra errática carrera los gritos se hacían uno con el rugir de la tierra; mis oídos se llenaron del electrizante crujir de las paredes, de los vidrios y lámparas que bailoteaban y caían junto con un sinnúmero de objetos que salían de todos lados. Salté, giré, esquivé y corrí a una velocidad imposible de reconocer en mí, al igual que ese instinto de supervivencia que había mantenido dormido durante tantos años. No hubo tiempo para pensar. Lo único que queríamos era salir de aquella madriguera a como diera lugar.
    No recuerdo cuánto tiempo duró la estampida humana, pero lo que sigue vivísima en mi memoria es la espantosa sensación que sentí al darme cuenta que mientras la tierra seguía empeñada en abrirse, no habían salido todos mis colegas del edificio. De nuevo el instinto se hizo presente. Como pude me acerqué a la puerta a jalar a quienes iban saliendo; intenté meterme de nuevo, pero el crujir del resquebrajado edificio me hizo retroceder. Tuvieron que pasar otros larguísimos 10, 15 o 20 segundos para que entre lágrimas y suspiros estuviéramos abrazados dando gracias al cielo por estar vivos.
    A partir de ese momento comenzó la segunda parte de la pesadilla. De ese primer punto de reunión nos trasladamos hacia una de las explanadas que se ubican al lado del salón de congresos, donde una marea de estudiantes, docentes, colaboradores y visitantes caminábamos en círculos reconociéndonos por nuestra cara de espanto. Lo vivido en la biblioteca dejó de parecer el fin del mundo, al ver el montón de escombros que escondía esos seis puentes por los que tantas veces caminé. De nuevo fui presa de la reacción. Pude llegar hasta donde otro colega me detuvo: “Por favor no pase maestro, la gente está trabajando, y nos acaban de avisar que no se ha detenido la fuga de gas”. Por más que le dije que podría ayudar a remover los escombros, mi insistencia no tuvo éxito. Bueno, al menos dígame si hay gente metida ahí dentro. “Desafortunadamente, los puentes se vinieron abajo con algunos chavos en ellos”. La punzada de aquella afirmación me atravesó el alma. “Por favor, profesor, retírese al punto de encuentro, este no es un lugar seguro”.
    Invadido por una ansiedad amarga, en cuanto quise comunicarme a casa caí en cuenta que en la escapada perdí mi celular y computadora; después de muchos intentos una colega logró contactar a mi esposa. En mi desesperación al menos algo ya estaba arreglado.
    No habían pasado 15 minutos del sismo, cuando poco a poco fui viendo como nuestros jóvenes se movían como si fueran parte de una coreografía perfectamente dominada. A la voz de “valla, valla, valla...”, se tomaban de la mano para dar paso a otros chicos y chicas que presurosas acarreaban cualquier objeto que pudiera ser de utilidad. Botes de basura, carteles publicitarios, sombrillas y escobas se convirtieron en las primeras herramientas que emplearon los jóvenes para remover los escombros. Otros corrían alertando sobre las fugas de gas, pidiendo y anotando en listas los nombres de los desaparecidos, ofreciendo gasas, vendas, agua, consuelo y abrazos. No hubo necesidad de arengar por la ayuda; todos querían ser voluntarios, todos ayudaron en algo. El miedo y la tristeza no los detuvo, los hizo más fuertes, rápidos y eficaces. La comunidad del campus ciudad de México del Tec de Monterrey se volvió una sola alma.
    Alrededor de las siete de la tarde inició la travesía para dejar el campus. El horror y el espanto ahí vividos era tan solo una parte de la desgracia y la maravilla humana que estaba por ver. La noche transcurrió entre el aullido de sirenas de ambulancias, bomberos y patrullas, el miedo a los efectos de un nuevo capricho de la tierra, y la esperanza proveniente del ánimo incansable y la solidaridad de miles y miles de mexicanos que trabajaban para sacar a la gente de entre los escombros.
    Al otro día vi como las calles de Tlalpan y Coyoacán estaban tomadas por un ejército de ciudadanos que organizaban el tránsito, el acomodo y reparto de la ayuda, la distribución de las herramientas, los guantes, los cascos, los cubrebocas. En las calles había cientos y cientos de personas repartiendo agua, comida, prestando sus teléfonos, haciendo fila para esperar el momento de prestar su ayuda.
    La Ciudad de México recuperó la memoria. Se libró de sus demonios. Desplegó un prodigioso manto de empatía, gratuidad, coraje y humanidad. Demostró que solo la solidaridad puede salvarnos. Dejó en claro el papel y relevancia que tiene la ciudadanía. Abrió una nueva puerta a la esperanza.
    Y más allá de la rapidez y eficacia con la que se reúnan los fondos para iniciar el largo y complejo proceso de reconstrucción, me pregunto, ¿qué debemos o podemos hacer para mantener en alto el espíritu que al día de hoy anima a tantos y tantos mexicanos? ¿Qué hacer para que en las próximas semanas no olvidemos que son muchas las familias que continuarán sin un techo? ¿Cómo evitar que se apague el sentido de urgencia que tiene en movimiento a tantos brazos y corazones? ¿Qué hacer para no dejarnos atrapar por la inercia de la rutina que nos empujará a querer darle la vuelta a la página? De momento yo tengo ninguna respuesta a ninguna de estas preguntas; espero muy pronto tenerlas, para cuando deje de correr a raudales la ayuda.
    @pabloayalae

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