|
"Opinión"

"Mi apreciada biblioteca"

""
11/08/2017

    Jorge del Rincón Bernal

    Desde muy joven quise tener una biblioteca en casa con espacio exclusivo para mis libros colocados por temas y cubriendo las paredes, pues el estar rodeado de libros me da una sensación de tranquilidad, de paz interior y libertad, ese espacio tan especial invariablemente debe ir acompañado, no como mero ‘aderezo’ sino como condición “sine qua non” de buena música; cuando por fin tuve mi casa propia el espacio que dejé para la biblioteca fue un cuarto de menor tamaño a las de las otras recámaras al no necesitar  tanto espacio.
     
    Con el tiempo aumentó la cantidad de libros hasta que llegó el momento en que tuve que cambiar la biblioteca a la recámara mayor, pues además de la falta de espacio, tenía el temor de que me visitaran de nuevo esos animalitos llamados termes o termitas que además de voraces parecen ser muy ‘cultos’, ya que devoraron algunas de las ediciones más apreciadas por su contenido y su continente, ni más ni menos que algunas obras de autores clásicos en ediciones: “Manuel Aguilar de Madrid” en las que tenía las obras completas de William Shakespeare en dos volúmenes con traducción y notas de Luis Astrana Marín y la Divina Comedia de Dante Aligheri con ilustraciones de Gustavo Doré. También dieron cuenta de otros dos libros: Los Diálogos de Platón y La Política de Aristóteles, lo que de ellos quedó lo eché al fuego.
     
    Recuerdo que me dio mucho coraje, pero ante el gusto tan selecto de mis comensales no invitados, acabé por escribir en este espacio hace aproximadamente 35 años una colaboración para este diario con el nombre: “La quema del libro”. Por eso me he puesto a buscar en mi archivo y por fortuna encontré dicho escrito del que voy a reproducir un párrafo, pero antes debo aclararles que el título escogido entonces se debió a que con los restos o mejor decir las pastas fue lo único que respetaron dejando los libros más huecos que un cascarón, con los que hice una fogata, a manera de holocausto vengativo y exterminador.
     
    A continuación las letras que entonces escribí:
    “Muchos pensamientos vagaron por mi mente mientras el fuego concluía con la glotona labor iniciada por las termitas. El humo que despedían los textos hacía llorar mis ojos, pero por lo cariacontecido que me encontraba, cualquiera pensaría que las lágrimas no provenían del humo sino de tan lamentable pérdida; no tanto por el costo de los volúmenes, ni siquiera por lo selecto de los autores y las ediciones que se pueden reponer, pero lo que no puedo reponer es la individualidad de esos textos concretos que compré con sacrificio en mi juventud y que leí con la entrega al autor que los jóvenes de entonces poníamos al leer a los autores clásicos o románticos. Al ver consumirse los libros revivía los gratos momentos de lectura que hacían tan amables las horas matinales de cada domingo mientras escuchaba a la vez música de Bach, Beethoven y Mozart. Cuando el fuego  consumía ‘La Divina Comedia’, saltó de inmediato a mi mente el canto tercero y me imaginé al Dante precedido de su guía el poeta Virgilio llegar al averno en cuya puerta se lee esta advertencia lapidaria: ‘Renunciad  para siempre a la esperanza’”.
    Regresando a mi microcosmos del cual la biblioteca es para mí parte muy importante en tanto que me aísla del macrocosmos convulso y violento del exterior, pues a mi edad los males no son tanto del alma sino del ‘alma-naque’, me viene bien ir con frecuencia a abrevar en ese oasis, las fuentes generosas de la sabiduría, pero, no de los tecnócratas, científicos, todólogos, etc. sino de los sabios sin más adjetivos.
    Ahí los encuentro en los clásicos griegos: Platón, Aristóteles, Sófocles, Homero, etc.
    Los latinos: Virgilio, Cicerón, Séneca, Dante, etc.
    Los españoles: Ortega y Gasset, Unamuno, Cervantes, Calderón de la Barca, etc.
    Los ingleses: Shakespeare, Milton, Tomás Moro, Toynbee, etc
    Los mexicanos Alfonso Reyes, José Vasconselo, Octavio Paz, etc
    Las biografías de Cristo, Ghandi, Lincoln, San agustín, etc.
     
    El escaso espacio de pared que dejan los libros en mi biblioteca, que no es pequeña de tamaño, sí de volúmenes, está ocupado por los títulos profesionales de mis hijos e hijas y en las repisas que forman la parte baja de los libreros están ocupadas por diversos adornos y estatuillas, quizá la más antigua, sea un busto de Cristo sobre un pedestal de mármol que fue regalo de mi hermana Socorro cuando yo estudiaba en la Ciudad de México; una estatua de Maquío que me regaló el escultor que esculpió las estatuas grandes que se encuentran en algunas plazas del país como las que se hallan aquí en Culiacán, me refiero al escultor Ricardo Ponzanelli, del que presumo ser su amigo; enseguida se encuentran otras dos estatuillas: La del Quijote y la de la Justicia; un samurai de porcelana regalo de un  funcionario de Nissan Mexicana, finalmente en lo que quedó de pared hay una copia de un cuadro de Velásquez: “La rendición de Breda” y un cuadro que enmarca las letras que dicen: Congreso de la Unión, abajo: LIV Legislatura, y más abajo mi nombre y la fecha. Como ves mi estimado lector nada de lo que ahí se encuentra excepto los libros lo he comprado yo, las razones de tan extrema austeridad las dejo a criterio de usted amable lector.
     

    Periodismo ético, profesional y útil para ti.

    Suscríbete y ayudanos a seguir
    formando ciudadanos.


    Suscríbete
    Regístrate para leer nuestro artículo
    Esto nos ayuda a identificarte mejor al poder ofrecerte información y servicios justo a tus necesidades al recibir ayuda de nuestros anunciantes.


    ¡Regístrate gratis!