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"Opinión"

"Nuestra ominosa indiferencia"

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28/02/2017

    Joel Díaz Fonseca

    John Donne, considerado uno de los más grandes poetas anglosajones del Siglo 17, dejó para la historia una sentencia que pone en real perspectiva el sentido de fraternidad; el sentido de pertenencia al género humano, sin importar raza, religión, cultura ni posesiones. Dicha sentencia inspiró a Ernest Hemingway a escribir su poderosa novela Por quién doblan las campanas.
     
    “Nadie es una isla, completo en sí mismo”, escribió Donne; “cada hombre es un pedazo de continente, una parte de la tierra. La muerte de cualquier hombre me disminuye porque estoy ligado a la humanidad; por consiguiente nunca hagas preguntar por quién doblan las campanas: doblan por ti”.
     
    Cuando alguien es asesinado, sobre todo si es un niño o un joven, la sociedad entera pierde una parte de su piel, de sus miembros o de sus órganos, y mirar esto con indiferencia es como si uno permitiera, sin chistar, que alguien le fuera cortando parte de su cuerpo con un filoso cuchillo.
     
    Martin Niemöeller, teólogo luterano y miembro de la resistencia anti nazi, lo expresó de manera muy clara en su sermón en la Semana Santa de 1946, cuando preguntó qué habría hecho Jesucristo en una situación como la vivida por los perseguidos por Hitler:
    “Primero vinieron a buscar a los comunistas y no dije nada porque no era comunista. 
     
    Luego vinieron por los judíos y no dije nada porque yo no era judío. Luego vinieron por los sindicalistas y no dije nada porque yo no era sindicalista. Luego vinieron por los católicos y no dije nada porque yo era protestante. Luego vinieron por mí, pero para entonces ya no quedaba nadie que dijera nada”.
     
    Santo Tomás advertía que el mayor pecado era la infidelidad, es decir, la ausencia o carencia de fe, por tanto, todo aquello que separara de Dios al hombre era el mayor pecado. En esa tesitura no tengo ninguna duda en afirmar que ser indiferentes al sufrimiento o la muerte de uno de nuestros semejantes es un pecado grave, no solo desde la perspectiva religiosa sino desde el propio sentido de humanidad.
     
    La larguísima estela de muertes y crímenes que ha dejado en Sinaloa la lucha entre carteles del narcotráfico ha ido minando poco a poco la capacidad de asombro de los sinaloenses. Nos hemos vuelto indiferentes al dolor de quienes sufren la pérdida de un ser querido, sea porque formaba parte de aquellos grupos delincuenciales o porque, como diagnostican cada vez con más frecuencia las autoridades, estaba en el lugar y la hora equivocados.
     
    ¿Pero no son acaso las autoridades que describen de manera tan indiferente y cínica a las víctimas inocentes de un crimen las que están en el lugar y la hora equivocados?
     
    De vez en vez se levantan grupos de ciudadanos para exigir a las autoridades que combatan de manera más decidida y efectiva a la delincuencia, lamentablemente son movimientos de protesta muy focalizados y generalmente gremiales. Médicos, abogados, estudiantes, etc., toman eventualmente la calle para manifestar su consternación y su coraje por el asesinato de uno de sus miembros.
     
    En Culiacán, luego del ataque de un grupo de delincuentes a un bar, que dejó como saldo tres víctimas mortales y al menos cinco heridos; y la muerte también en Culiacán, el pasado 8 de febrero, de una niña de 9 años herida a las puertas de un abarrote 17 días antes, los jóvenes empresarios agremiados a la Canaco, urgieron al Gobernador a que se den resultados en seguridad pública en el corto plazo, porque no pueden esperar a que las estrategias “rindan fruto”.
     
    Elia Denisse Monárrez Araujo, encargada de Recursos Humanos de la Cámara de Comercio, lamentó que en Sinaloa haya más asesinatos que días en el mes. Y no le falta razón, tan solo en Culiacán, entre el 5 y el 8 de este mes, fueron asesinadas, en varios enfrentamientos, 12 personas, entre ellas un marino.
     
    Este domingo, en Mazatlán fue asesinado un joven de 17 años por pandilleros que empezaron a atacarlo a él y a varios de sus amigos entre el tumulto de asistentes al desfile. Los atacantes los persiguieron, y a unas cuadras de la Avenida del Mar, escenario del desfile, el joven fue acuchillado por uno de los pandilleros, sólo porque no se dejó que le arrebataran su cachucha.
     
    La muerte de todo ser humano duele, pero es más dolorosa cuando la vida que es arrebatada por las balas o por una filosa navaja es la de personas que nada tenían que ver con las reyertas entre delincuentes, personas valiosas, no solo para sus familias sino para la sociedad.
     
    No podemos ignorar que si hoy le tocó ser víctima de la violencia a un desconocido, mañana la víctima puede ser alguien cercano, un familiar, un amigo, incluso nosotros mismos.
     
    Si la muerte de alguien, como advirtió John Donne, nos disminuye como sociedad y como personas, mostrarnos indiferentes ante tantas muertes en nuestro Estado es reprobable. Es como observar, sin decir nada, que alguien nos corte lentamente en pedazos.
     
     

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