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"Ágora"

"Políticos y cultura"

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    @RonaldoGonVa

     

     

    Es remota, fría, distante la relación de los políticos con la cultura. Y no me refiero a la añejísima aspiración platónica de que los políticos sean hombres de ideas, de que la república sea gobernada por los filósofos. 

     

     

    Ya desde hace rato Gabriel Zaid apuntaba que el paso de los libros al poder no garantiza mejores gobiernos. De hecho, que los libros o los títulos universitarios sean vistos ahora como una vía casi inevitable hacia el poder,  puede suponer la pérdida de compromiso con la política como vocación, es decir, apreciarla como una mera profesión, un oficio del que hay que aprender reglas y procedimientos, una suerte, como se le llama ahora, de expertise gerencial. No que cada político invente su librito, sino un librito de recetas para hacer política.

     

     

    A lo que me refiero no es a esto, que es un tema que merece tratamiento aparte, sino a la importancia que los políticos en general (en Sinaloa podemos hablar de la clase política en su conjunto, con muchos títulos universitarios casi toda ella, indistintamente de colores, siglas y cargos) asignan a la experiencia creadora, al pensamiento y a la inteligencia en su toma de decisiones.

     

     

    Tengo para mí (pero puedo estar equivocado) que esto no necesariamente obedece a una actitud premeditada y consciente del político. Me parece que se trata de una suerte de olvido estructurado, de un verdadero impensable en la mente del hombre (o la mujer, en esto el género no hace diferencia) público. La cultura, la inteligencia organizada, aparece como algo adjetivo y, en última instancia, hasta ornamental. Por lo demás, los artistas son casi siempre gente “extraña”, mientras que el intelectual es divagador, suelta choros y habla de “narrativas”, “gobernanza” y palabrejas raras por el estilo que suelen violentar el sentido común y el pragmatismo semitropical de nuestros políticos. “Estos tipos lo complican todo, ¡qué hueva!”.

     

     

    Ahora bien, este es, en sí mismo, un asunto cultural: tiene que ver con la sedimentación secular (ya ven, estoy usando palabras raras) de una mentalidad en ese grupo de personas que ha alcanzado cimas medianas o elevadas en la carrera pública. Algo similar ocurre con nuestros empresarios, siempre patrones, nunca patronos. Y esto se advierte más marcadamente en el norte del país. Somos tierra de “grandes esfuerzos”, de-gente-práctica-que-va-a-lo-concretito-y-no-pierde-tiempo-en-digresiones. Quizá por ello nuestra reconversión productiva, tan lenta cuanto necesaria (y ya se diría que urgente), ha dado tan pocos y tímidos pasos adelante.

     

     

    Y no se trata de postular una vinculación simbiótica de la cultura, el saber y la inteligencia con el poder público y privado. Pero la sana autonomía no debe significar una condena al aislamiento total con respecto de las tareas del desarrollo en la región o el país. ¿Tendrá algo qué decir un buen músico o un pintor sobre la educación artística, casi inexistente, en las primarias y secundarias? ¿Un buen promotor cultural sobre la intervención de la cultura en la gestión del conflicto en nuestras comunidades? ¿Tendrá algo qué decir el sociólogo, el historiador o el antropólogo sobre los eufemísticamente llamados grupos de “desplazados” a los titulares de las áreas de desarrollo social (ahí te hablan Arturo Lizárraga)?

     

     

    En suma, quiero llamar la atención nada más (y nada menos) hacia un tema que puede afianzar, por lo menos en parte, el inicio de un compromiso civilizatorio. Estar dispuestos a escuchar el rumor enojado de las redes sociales, de los declarantes de oficio cotidiano, de los opinólogos y comentócratas, y apreciar también la virtual aportación de los creadores, intelectuales y académicos a las tareas de nuestro tiempo.

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