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"COLUMNA"

"EL OCTAVO DÍA: Entre ‘la carrilla’ y ‘la cura’: ser sinaloense"

""El problema de ser sinaloense es que heredamos una carga de códigos ancestrales que se activan como reflejos pavlovianos cuando, quienes no están preparados para ellos, entran en contacto total con el poder, el dinero o la soberbia""
EL OCTAVO DÍA

El problema de ser sinaloense es que heredamos una carga de códigos ancestrales que se activan como reflejos pavlovianos cuando, quienes no están preparados para ellos, entran en contacto total con el poder, el dinero o la soberbia.

A veces, la combinación de las tres cosas es explosiva. En otras, basta solo con la última.

Soberbia no solo consiste en sentirse más que los demás porque se posee una camioneta último modelo con ring cromado, sino también por tener la certeza de que las leyes de tránsito o las leyes en general no se apliquen a uno.

Tener la seguridad de que uno es tan grande que incluso las leyes del comportamiento social no se nos apliquen, es una forma igualmente nociva de dicho pecado capital.

Y de ese desconocimiento y soberbia, surgen los problemas y el gozo con la impunidad que afectan a todos.

Alguna vez se sacó una campaña con el lema “Lo cortés no quita la sinaloense”... hemos vivido tanto tiempo consagrados al culto de nuestros defectos que hasta a los altares ha ascendido esa justificación de que el mal no es parte de nosotros, solo porque al aplicarlo solemos salirnos con la nuestra o el aplauso de nuestros iguales.

Criticamos al chilango y al jalisquillo y no vemos nuestro patio trasero. Lo más triste es que los defectos de los sinaloenses son muy distintos al esterotipo que nos hemos creado nivel nacional.

Grave es que la solución el problema no será jurídica y ni tampoco política. Cada vez más nos parecemos a una sociedad sin retroceso.

La brusquedad que algunos consideran propia de los grupos delincuenciales también está presente en asuntos como el noviazgo o el matrimonio: relaciones de poder desafiantes, satisfacción y retribución.

Vaya, hay personas que escudadas en un credo o un oficio se sienten con la superioridad moral para criticar y pisotear a los otros.

Hace años, un amigo académico defendía “la carrilla”, porque era una forma de ser sinaloense. Faltaban entonces años para que se caracterizará como bullying la agresión verbal y el ridiculizar a un semejante y él hasta trataba de enlazarlos como una aportación a las teorías del ocio de Édgar Morín.

Otros consideran normal “agarrar cura”, palabra que no se entiende al sur del país, como un jovial método de convivir y comportarse en el trabajo y la vida.

Reconozco que yo soy de esos que tratan de ver siempre el lado divertido de las cosas, y en ocasiones he caído en las etiquetas, pero siempre he tratado de detenerme a tiempo.

Hace unas semanas me encontré a una vieja amiga de la prepa que tenía tiempo sin ver. Le pregunté por un simpático compañero de otro grupo que vivía por su casa y me enteré que se había suicidado luego de una tarde de bullying propinada por sus amigos vecinos.

La persona en cuestión pasaba por una depresión crónica debido a una enfermedad y un rompimiento amoroso... por eso la repetición de bromas crueles por sus amigos fueron la gota que derramaron su copa de dolor para que acudiese a la puerta falsa.

Esa forma de violencia de baja intensidad puede ser tan destructiva como las balas perdidas. Nuestras agresividad no puede seguir siendo el lazo más directo con nuestro origen silvestre.

Y aunque ya hay activas campañas contra el bullying, aún seguimos manteniendo “la carrilla” y “la cura”, sin pensar que es algo más que herramientas verbales de gente sin conversación inteligente.

Que la inteligencia sea siempre la primera palanca antes de soltar la menor frase.

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