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"COLUMNA"

"Vértigo: Kedi"

"El cineasta Ceyda Torun ha creado un encantador documental sobre el amor hacia los felinos y la ciudad de Estambul"

“Puma” se llamaba. Fue mi primer gato y su nombre se lo impuso mi madre, por “Sandro de América”, que estaba de moda en mi infancia por una canción que trataba, precisamente, de un mujeriego al que le decían “puma”.

A ese primer gato –que murió tronchado y al que enterré en la ribera del Río Tamazula con un cuchillo de cocina que terminé quebrando, chistecito que todavía me recuerda mi señora madre- le sucedieron, en mi adolescencia, en mi juventud y, después, ya en mi casa con mi esposa y mis hijos, una decena de felinos más: “Tencuache”, “Revoltoso”, “Peludita”, “Tota”, “Negro”, “Puma II”, “Gatilla”, “Patu”, “Tontín”, “Garañona” y la que tenemos ahora, que fue bautizada primero como “Aguada”, luego “Botete” y ahora, simplemente, “Gorda”.

Algunos de los nombres -“Revoltoso”, “Tontín”, “Garañona”- se los pusimos, de hecho, porque describían la personalidad de esos gatos o, si usted quiere, su carácter, su muy particular forma de ser. ¿Su “felinidad”?

Todo esto viene a cuento porque en algún momento de Kedi (Turquía-EU, 2016), ópera prima documental de la antropóloga convertida en cineasta Ceyda Torun, uno de los varios entrevistados que habla sobre los gatos callejeros que abundan en Estambul, menciona que cada gato es distinto, tiene un carácter y una forma de ser.

Y esto es cierto, pues cada gato que he tenido ha sido muy diferente: los ha habido cazadores, perezosos, manipuladores, líderes, agresivos, braveros, gruñones, buenazos…

Alguna de estas personalidades (¿o felinidades?) aparecen en Kedi, pues las fluidas cámaras de Alp Korfali y Charlie Wupperman siguen a siete felinos callejeros por las calles de Estambul, de tal forma que somos testigos de cómo viven y sobreviven: pidiéndole comida a quien se deje para ir a alimentar a las crías, ganándose su sustento al cazar ratas en un restaurante al lado del muelle, exigiendo las sobras en un café bien fifí en donde se alimentan de queso de primera y pavo ahumado, peleándose por el territorio con un recién llegado, echándole bronca a una gata que está coqueteando con el marido…

Estos mini-relatos gatunos están punteados por una serie de testimonios de varios habitantes de Estambul, quienes hablan de su relación con los gatos, los propios y los callejeros. La mirada de la directora Torun es completamente empática: su cámara no está para juzgar las excentricidades de sus entrevistados –el tipo que se salvó de un colapso nervioso alimentado gatos, el dueño de una pescadería que es obviamente el “loco de los gatos” del barrio- sino para recoger el testimonio de un genuino amor por esos animales que, en algunas ocasiones, parecen hacernos el favor de permitirnos acercarnos a ellos.

Torun ha creado un encantador documental sobre los felinos y el amor hacia ellos y, de refilón, sobre la otra gran ciudad eterna, Estambul, la antigua Constantinopla, la auténtica sucesora de Roma que, a través de los lentes de las cámara dirigidas por Torun, aparece más hermosa y atractiva de lo que nos habíamos imaginado.

Después de ver Kedi he reafirmado un viejo propósito: alguna vez iré a Estambul, a conocer la ciudad, a ver sus gatos callejeros y a escuchar su pegajosa música. Y si no voy, qué remedio: por lo menos tendré Kedi como íntimo placer vicario.

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