Educación y sociedad

M. en C. Leopoldo García Ramírez
04 mayo 2016

"Mi vieja escuela primaria"



Ayer pasé por mi vieja escuela primaria, tenía años de no hacerlo. El tiempo y el ritmo de vida me fueron alejando cada vez más. Los recuerdos se agolpan en tropel casi al instante. 

Desde afuera, me quedé observándola detenidamente, indeciso, pensando y dando tiempo para que las sensaciones se empalmaran con los recuerdos.

Algunas veces sentimos algo, pero no logramos recordar por qué, ni qué. Es preciso, por tanto, deglutir lentamente cada sensación y cada recuerdo. Las cosas a la distancia tienden a verse diferentes. Por eso mismo, se dice que la distancia y el tiempo lo curan todo.

Lo primero que recuerda uno es a los compañeros. ¿Qué habrá sido de ellos, qué de sus vidas? ¿Habrán cumplido sus sueños de aquella época? Parece mentira que no sepamos qué fue de ellos, aun y cuando permanecimos tanto tiempo juntos. 

Tanta familiaridad de entonces, se fue desvaneciendo lentamente, como una habitación vacía que pese a estar herméticamente cerrada, se va cubriendo de polvo, y las cosas empolvadas van cambiando y se ven diferentes. De encontrarme con alguno, ¿lo reconocería?, ¿nuestro trato sería igual?, ¿qué le preguntaría?

Ahora veo que la escuela, pese a ser la misma, me parece más pequeña. Las cosas parecen encogerse al paso del tiempo. Reconozco que muchas cosas han cambiado, pintura, árboles, salones, patio, pero en mi memoria las veo en dos planos cronológicos; el actual, el que veo con mis ojos, y el que recuerdo y veo con mi memoria. 

¿Cuál de los dos es el mejor? Yo también, por supuesto no soy el mismo. O bueno, el mismo, pero otro.

La escuela primaria tiene un encanto especial, nos marca, tiene también la cualidad de envolvernos al grado de sentirla como un mundo aparte, el de las vivencias escolares. Esta etapa es muy especial, no sólo porque en ella pasamos seis años, sino que en esa época la plasticidad emocional tiene un profundo efecto formativo. 

El carácter de los niños, durante esa etapa, se va delineando como el barro en las manos del experto alfarero. La inocencia y la razón se van intercalando y configurando al sujeto especial en el que terminamos convertidos todos.

La escuela no sólo es una construcción hecha de cemento, cal, ladrillos y mobiliarios, es un espacio de convivencia al que los humanos damos un carácter especial. Con ello volvemos los elementos materiales en objetos entrañables, diferentes, añorables y profundamente significativos. Pero también, éste genera en sus ocupantes sentires y saberes que los acompañan durante toda la vida. Para los docentes –con verdadera vocación- la escuela y quienes la habitan es algo más que su segundo hogar. Dejar la escuela después de años de estar en ella se vuelve un proceso desgarrador en lo interno.

Digo lo anterior, al recordar a mis profesores de antaño, los que ya no están en mi escuela primaria. Los busco inconscientemente y creo que aparecerán por los pasillos, en el aula, en la puerta del salón de clases.

Cuánto podrán valer sus consejos, sus enseñanzas, sus correcciones, las veces que incansablemente repetían las lecciones hasta que fueran dominadas. Y cómo pagar la entrega en el aula de los esfuerzos cotidianos, haciendo las cosas sin esperar nada, para los desvelos, revisando y corrigiendo tareas. Sólo pienso en el valor de la vocación, la verdadera, la que no tiene precio, la que se hermana al verdadero amor por lo que se hace.

Pero caigo en cuenta que ya no están, nomás, un sentimiento de agradecimiento me llena y sólo quisiera saber que están bien y que la vida les haya pagado lo que yo no hice. Si de algo les sirve sepan –a destiempo- que siempre hubo cariño y agradecimiento sincero, mismo que todo alumno siente por su maestro. Aunque no se haya dicho en su momento.

Recorro los patios, hoy llenos de otros niños que juegan absortos en sus risas. Ignoran que muchos años antes, otros niños que ya no están, corrieron y jugaron también.

El ciclo de la vida no se detiene. Puedo reconocer todavía mis lugares favoritos, mis escondites, algunas marcas en los muros, en los avejentados árboles, firmes y generosos, cobijando a otros niños en otros tiempos. Cuántos recuerdos se avivan en el extenso patio de recreo, las charlas en grupo, las niñas, las golosinas, las risas y complicidades. Nada está ahí, sólo el recuerdo.

Escuché el lejano tañido de la campana que anuncia el fin de las clases, “el toque de salida”, los empujones entre compañeros, las vendimias y la vuelta a casa. De nuevo la realidad, el regreso del viaje por los rincones obscuros de la memoria, que al iluminarse podemos volver a vivir lo que sólo vive en el recuerdo.

¿Cuánto hace, amigo lector, que no visitas tu vieja escuela primaria¿, bien valdría la pena de experimentar las emociones de volver a vivir los recuerdos de lo que ya no existe en la realidad. ¿Por qué no?