El Octavo Día: Televisión familiar

Juan José Rodríguez
28 marzo 2016

"Envidio a los niños de ahora que pueden ver la tele las 24 horas del día"

Envidio a los niños de ahora que pueden ver la tele las 24 horas del día.

En mis tiempos la programación iniciaba a las 3:30 p.m. y siempre veíamos a Don Gato ya iniciado, porque el canal local ponía una cortinilla con la programación del día, acto inútil porque todo mundo ya se sabía qué transmitiría la televisión en esa jornada: había sólo dos canales y uno transmitía caricaturas y programas serios, mientras que el otro puras telenovelas y estupideces.

Hablo de un tiempo en que usted, si iba a una casa de visita, no sólo era normal que se encontrara a toda la familia en la sala viendo el sacro televisor, sino que usted por unánime educación se sentaba callado la boca a ver el programa en cuestión, hablando sólo en los comerciales o, si y sólo si, se le hacían algunas obligadas preguntas con falso interés, hechas con la finalidad de que no se sintiera un intruso.

Mi padre, que era un hombre muy educado, de quien heredé pocas cualidades, solía apagar la televisión para recibir correctamente a la visita, cosa que provocaba mi furia si estábamos viendo El hombre nuclear o Espías con espuelas.

Otras familias dejaban la tele correr, ya que tampoco era fuera de lo común que el aparecido acudiera precisamente a esa hora para gozar por casualidad de un programa específico.

Los hombres lo hacían por la noche, cuando estaban las series de acción. Las mujeres eran vespertinas por las telenovelas, de hecho había una señora que me caía muy mal porque yo sospechaba que iba a la casa nada más a eso.

Sus visitas duraban el espacio de dos melodramas y por ella me quitaban las caricaturas y tenía que soportar esos rígidos programas donde nunca sucedía nada, todo aburrido y sin expresión al modo del actor Enrique Lizalde, además de escuchar comerciales de Hermanos Vázquez, Vasconia y Knorr Suiza.

Mi madre, que por fortuna no aceptaba las telenovelas, alcanzó a ver algunas cuando yo me hartaba de las mismas caricaturas de siempre. Así fue como casi con resignación e interés antropológico yo veía dramas como Una muchacha llamada Milagros, La esclava Isaura y La Zulianita. (Todas extranjeras y por lo tanto, originales... cada vez que veo una mujer que no sabe andar en tacones me acuerdo de Lupita Ferrer en el intro de La Zulianita).

Cuando recién llegamos a mi colonia, teníamos incluso algunos abonados que entraban a mi sala nomás cayendo el sol. Nos consideraban ricos porque teníamos televisión, aljibe y no cobrábamos un peso por ver la tele, tal como aplicaba una señora a varias cuadras de mi barrio que era originaria de La Barrigona, según decían los televidentes invitados, como forma principal de referencia y acusación.

Algunos entraban con un vaso de leche y un puño de galletas de animalitos; a pesar de no tener televisión, se sabían los comerciales de memoria y cantaban sus jingles, hasta tenían un torneo donde el primero en adivinar un comercial ganaba un punto y se trenzaban en largas discusiones entre ellos ante una jugada dudosa.

Por ejemplo, había que decir “Papitas” y no “Barcel” o “Pingüinos” y no “Marinela”. Lo correcto era el producto específico y no el nombre del consorcio. Eran una perfecta oda al capitalismo esas sesiones hasta que mi padre ponía el orden y sólo una vez mandó a todo mundo a dar guerra a su casa.

Este mundo idílico desaparecía cuando entraba el futbol americano, el tenis o los informes de Gobierno de Luis Echeverría, que duraban todo el día.

La única vez que tuvimos televisión cultural permanente fue cuando pusieron unos programas aburridísimos que se llamaban Cátedras de la universidad. Como que tuvo una grilla fuerte la UNAM en los 70 y pasaban las clases por televisión, así que veíamos a los aburridísimos maestros sentados ante una jarra de agua, hablando y hablando sin ganas como si estuvieran en un aula real, con muy escaso y estático apoyo visual. Era raro el momento que se servían un vaso de agua y nunca entendí esa función.

Qué culpa teníamos los niños. Por eso envidio a los de ahora: nosotros sólo vimos una televisión muy dosificada, una fracción de lo que hoy es el Cartoon Network y aún no sé si nos enajenamos.