Infierno en el Pacífico

Ernesto Diezmartínez Guzmán
16 noviembre 2015

"La Guerra del Pacífico -o la Gran Guerra de Asia Oriental, como también es conocida en Japón- es uno de los momentos claves en la historia del archipiélago nipón"

La guerra vista a través de la mirada de Kon Ichikawa 




Convencionalmente, se sitúa el inicio de la Segunda Guerra Mundial el 1 de septiembre de 1939, cuando el ejército alemán invadió Polonia, lo que llevó a la declaración de guerra de Francia y la Gran Bretaña contra la Alemania gobernada por Hitler.
Sin embargo, la Segunda Guerra Mundial tiene un antecedente bélico muy claro en otra parte del mundo, concretamente en el Pacífico, cuando en 1937 Japón inició su expansionismo militar invadiendo China. La aventura militar nipona lo llevaría a ocupar Filipinas, Malasia, Birmania, Hong Kong y, por supuesto, a atacar Pearl Harbor en diciembre de 1941, lo que marcaría la entrada de Estados Unidos a la guerra.
La Guerra del Pacífico -o la Gran Guerra de Asia Oriental, como también es conocida en Japón- es uno de los momentos claves en la historia del archipiélago nipón y, desde las artes narrativas, ha sido pretexto para innumerables novelas y películas a partir del fin de la ocupación estadounidense en territorio japonés en 1952. Y entre el mejor cine ubicado en el infierno bélico en el Pacífico, hay un par de obras destacadas de uno de los más importantes cineastas japoneses del siglo XX: Kon Ichikawa (1915-2008).

El Arpa Birmana

Cuando Kon Ichikawa dirigió El Arpa Birmana (Biruma no tategoto, Japón, 1956), el cineasta ya tenía una larga carrera industrial, básicamente en la hechura de comedias más o menos ligeras, más o menos críticas, ubicadas en el difícil Japón de la postguerra. El Arpa Birmana, su trigésimo segundo filme de un total de más de ochenta, sería una de sus primera cintas "serias" y la obra con la que sería "descubierto" en Occidente, pues con ella ganaría un par de premios en Venecia 1956 y sería nominado al Óscar 1957 en la categoría de Mejor Película en Idioma Extranjero.
El Arpa Birmana es un bienintencionado filme antibélico ubicado en Birmania, al fin de la Segunda Guerra Mundial. El sensato capitán Inouye (Rentaro Mikune) dirige una pequeña unidad de una veintena de exhaustos soldados que se encuentra todavía combatiendo en lo más profundo de las selvas birmanas. Inouye, un hombre sensible y de profunda educación musical, le ha enseñado a cantar a todos sus hombres y uno de ellos, el alegre sargento Mizushima (Shoji Yasui), ha aprendido a tocar con virtuosismo el arpa birmana del título.
Cuando la guerra finaliza, el pelotón de Inouye es recluido en un campo de prisioneros dirigido por los británicos, mientras Mizushima es enviado a una difícil misión: convencer a un grupo de fanáticos militaristas nipones que, resguardados en una agreste montaña, se niegan a rendirse.
Los soldados son exterminados y Mizushima, dado por muerto, es rescatado por un monje budista. Cuando se recupera de sus heridas, el sargento le roba sus pobres ropas al monje, se rasura la cabeza y se hace pasar como sacerdote para llegar hasta donde están sus compañeros prisioneros. Sin embargo, en el camino, Mizushima comprobará que, por lo menos en su caso, el hábito sí hace al monje. Cuando llegue al lado de sus compañeros habrá cambiado tanto que es otra persona, por más que toque con el mismo virtuosismo de siempre su inseparable arpa birmana.
La película, escrita por la esposa de Ichikawa, Natto Wada, sobre una novela de Michio Takeyama, tiene una estructura narrativa interesante: seguimos paralelamente los destinos del batallón del capitán Inouye y las acciones de Mizushima hasta que él se encuentra de nuevo, ya convertido en monje, con sus antiguos compañeros. A partir de ese momento, la cinta entra en un largo paréntesis en el que se nos muestra de qué forma Mizushima se ha transformado en ese monje silencioso a través de la narración testimonial en off de, aparentemente, el propio capitán Inouye. En el desenlace, descubriremos que el narrador en off no ha sido Inouye, sino un oscuro soldado al que no habíamos siquiera tomado en cuenta: uno de tantos que no estaba muy interesado en el misterioso destino de Mizushima pero que, al final, terminará conmovido por su decisión ética, humana, religiosa. Como nosotros mismos.
Sin embargo, con todo y el loable discurso pacifista, con todo y esa extraordinaria secuencia inicial en la que los soldados nipones, cantando, son rodeados por un batallón inglés que también les responde entonando su versión de "There is no place like home", con todo y una impecable narrativa clásica y fluida, El Arpa Birmana se queda muy corta si se le compara con otros filmes antibélicos de la época, anteriores o posteriores.
Tal vez esto se deba a que a la película de Ichikawa le sobra la buena voluntad y le falta indignación: casi todo los grandes filmes antibélicos/anti-épicos de la historia (digamos, Vámonos con Pancho Villa/De Fuentes/1935, Patrulla Inferna/Kubrick/1957, La Condición Humana/Kobayashi/1959-1961, por dar sólo tres ejemplos) siempre tiemblan de rabia ante los horrores y deshumanización de la guerra. Ichikawa no: por lo menos en El Arpa Birmana, el japonés tiene una mirada demasiado compasiva que desentona con lo que sabemos que hizo el ejército nipón en ese tiempo y en otros más.

Fuego en la Llanura

En todo caso, ese reproche dirigido a Ichikawa por el El Arpa Birmana no puede hacerse en por Fuego en la Llanura (Nobi, Japón, 1959), su cuadragésimo largometraje y, si no el mejor filme de su extensa carrera, sí una más importantes películas antibélicas en la historia del cine japonés.
La cinta fue reconocida, en su momento, dentro y fuera del archipiélago nipón: ganó en Locarno 1961 el premio a la Mejor Película y la canónica revista nipona Kinema Junpo le otorgó al filme los galardones de Mejor Actor (un impresionante Eiji Funakoshi) y Mejor Guión (la esposa de Ichikawa, Natto Wada).
La cinta inicia abruptamente, in media res, con el tuberculoso Tamura (Funakoshi) siendo expulsado del campamento militar por el jefe de su escuadrón, quien no quiere lidiar con soldados enfermos como él. Aunque no hay leyenda alguna que nos aclare dónde estamos, es obvio que el escenario es la campaña japonesa en Filipinas, muy cerca del fin de la Segunda Guerra Mundial. Los americanos han llegado al Pacífico para quedarse y los japoneses están en retirada, huyendo, escondiéndose o de plano pensando en rendirse ante los soldados gringos, a los que ven como gente honorable que los tratarán bien y les darán de comer.
Al ser expulsado del campamento, Tamura tomará el camino de regreso al hospital -en donde tampoco lo quieren: no hay espacio para él- y, luego, ya sea solo o acompañado por otros militares igual de piltrafas como él, rumbo a las costas de Palompon, en donde se supone que todavía hay fuerzas japonesas peleando.
El guión premiado de Wada, sobre una novela de Shohei Ooka, tiene la estructura de una odisea picaresca pero en un escenario de auténtico horror. A lo largo del filme, nuestro héroe Tamura es una suerte de Lazarillo -o Periquillo, si usted quiere- que se va encontrando, en cada episodio, con escenarios y personajes que representan el absurdo de la guerra, desde el soldado inválido que trafica comida por hojas de tabaco, hasta el anciano enloquecido que dice que un avión de Taiwán llegará por él, pasando por el soldado que dizque caza "monos" para comérselos.
Tamura es un hombre común, no es el más valiente de todos los soldados, pero tampoco un cobarde que corre a rendirse a la primera provocación. Camina por las llanuras filipinas en un perpetuo estado de desconcierto: si llega a usar su arma para matar a alguien -a una jovencita histérica, por ejemplo-, lo hace por impulso y no por crueldad. Y si sobrevive contra todo pronóstico, esto se debe más al caprichoso azar que a alguna virtud específica: la vida y la muerte en el dantesco escenario bélico que nos presenta Ichikawa no tiene que ver con la justicia, sea divina o humana. La muerte puede fingirse para luego convertirse en real: los hombres que se tiran al lodo cuando pasa un avión, rafagueándolos; la muerte puede confundirse: el tipo que tiene su cara hundida en un charco ¿para refrescarse?; la muerte puede ser, qué remedio, la última apuesta para no perder la humanidad.
Ichikawa y sus fotógrafos Setsuo Kobayashi y Setsuo Shibata lograron una serie de imágenes antológicas, una tras otra, sin descanso, a la altura de otras obras maestras del cine (anti)bélico como Cuatro Hermanos (Ford, 1928) o las ya mencionadas Patrulla Infernal (Kubrick, 1957) o La Condición Humana (Kobayashi, 1959-1961). Por ejemplo, los cansados soldados nipones cavando inútiles trincheras con cucharas y vasijas, una pila de cadáveres en el atrio de una iglesia católica, el cruce por una ciénega en plena noche, un grupo de soldados gateando y encontrándose con las luces de unos tanques americanos, el campo regado de cuerpos recién masacrados, un soldado enloquecido comiendo lodo...
Y esa imagen final, terrible e inolvidable: Tamura con los brazos arriba, dispuesto a rendirse, dispuesto a ver "gente normal". Pero, ¿puede haber gente normal en una guerra?
* Profesor de Cine y de Lenguaje y Narrativa Audiovisual del Campus Sinaloa
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Ernesto Diez Martínez Guzmán

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