880 fiestas y ¡mi gusto es!

Ernesto Hernández Norzagaray
31 mayo 2020

""

Nadie puede dejar de reconocer el gusto de los y las sinaloenses por las fiestas. Está en su ADN. Convocar a los familiares y amigos para disfrutar una rica carne asada o un delicioso ceviche cualquier día del año. Armarla en grande lo habrían envidiado los mafi osos sicilianos. Bailar hasta el amanecer y luego continuarla el resto del día suele ser una costumbre muy arraigada. Cualquier ocasión es buena justifi cación para reunirse y disfrutar de esta manera de la vida aun con sus bemoles. Sea una boda o un bautismo o el cumpleaños del niño, la suegra o el esposo o la esposa. Vamos, la ceremonia del adiós del compadre o el amigo de correrías nocturnas. Es algo que tenemos arraigado en nuestras rutinas desde principios del Siglo 19, de nuestros primeros pasos por los caminos de la modernidad, cuando los alemanes trajeron la música y alborotaron a los que se abarrotaban alrededor de la hoy Plazuela Machado de Mazatlán.

Y luego, otros alemanes, encabezados por el entusiasta Germán Evers se dieron a la tarea de producir cerveza que trajo el complemento de la fiesta y de las remesas que nos llegaban de la bahía de San Francisco. No hay mejor fiesta, que aquella, donde hicieron acto de presencia las bebidas espirituosas en una hermandad con la música de viento. Las primeras imágenes gozosas así parecen revelarlo para disgusto de los que hoy llaman a resguardarse, a confinarse en los hogares, a no salir. Y pasados más de dos siglos desde entonces aquellas primeras fiestas se han multiplicado a través de ese gusto innato que tiene el sinaloense por el trago y la bailada. Por darle gusto al gusto.

Que mejor ejemplo de esa construcción del gusto que las llamadas Fiestas Zaragozanas del Siglo 19 y el hoy Carnaval Internacional de Mazatlán, convocando año con año, a decenas de miles de visitantes que disfrutan de toda la parafernalia, el confeti y la música de esta festividad pagana. Donde ya se certifi ca que: “lo que pasa en Carnaval se queda en el Carnaval”, pero también otras fi estas en otras ciudades del Estado sean paganas, fundacionales, religiosas o rituales, lo que habla bien de nuestro ánimo alegre, nuestra predisposición a la convivencia con el otro. La necesidad que tenemos de convocar para convivir sin mayor límite que las posibilidades económicas y muchas veces ni eso. Se hace con lo que no se tiene. Se pide prestado, pues ¿cómo la quinceañera se va a quedar sin su fiesta?

O sea, hay fiestas de todos tamaños y para todos los gustos, lo peor que no se pueda hacer por imponderables que nunca faltan. Por ejemplo, que el festejado se muera y quizá ni así, se le entierra con la banda. Porque en Sinaloa seguramente se ha documentado la fiesta masiva en playas, campos agrícolas, la serranía o hasta en los penales con trago incluido. ¿O no lo ha llegado a documentar la prensa? Se dirá que es un respiro al estrés que genera el confinamiento, una catarsis ante el agobio cotidiano, la necesidad de respirar al otro o a la otra. Argumentos no faltan. Y cuando eso sucede, no hay virus capaz de detener la satisfacción de ese gusto crónico, que alimenta los sentidos y nos hace estar felices con lo efímero de la fiesta.

Y lo curioso, es que está tan extendida esa tentación satisfecha, que alcanza hasta los propios funcionarios de gobierno que por ley deberían ser más discretos para no perder la cordura de los llamados, incluso la chamba. Acaba de suceder con una funcionario estatal que fue encontrado en pleno jolgorio en su casa por los rumbos de Guasave. Y es que todo indica, que el gusto por la fiesta nos vuelve impermeable a las órdenes de la autoridad por mejor que sea el argumento para prohibirlas y amenazar a quien se la salte. Sea por nuestra habituación a la sempiterna violencia o simplemente por desdén hoy que estamos viviendo la pandemia más demoledora de la historia.

Así, que es frágil el argumento de que las 880 fiestas detectadas el fin de semana pasado fueron gracias a que el gobierno se haya relajado y haya levantado la Ley Seca que ya tenía 35 días. No, aquello igualmente hubiera sucedido, con o sin trago legal, y lo seguiremos viendo en los próximos fines de semana aun cuando la estadística sitúe, al menos a Culiacán, entre las primeras ciudades con rápida expansión de contagios del coronavirus y nuestros números de fallecimientos sigan creciendo con la rapidez del viento y nuestra necesidad indómita de hacer la fiesta.

O será que nuestra falta de respeto por las órdenes de la autoridad ¿se debe al poco temor que tenemos a la muerte? ¿A que hemos estado durmiendo con ella una o dos generaciones enteras? Así, me pregunto ¿por qué temer a un virus, cuando puede ser más letal cualquier grupo de sicarios que transita impune por las calles de Culiacán?

Entonces, esta podría ser lamentablemente otra causa perdida del gobierno y sus instituciones de salud, la fiesta seguirá ocurriendo y dejando la secuela de los contagios en forma exponencial. Simplemente preguntémonos, si en esas 880 fiestas en la mitad de ellas hubo un contagiado asintomático y convivieron en la fiesta un promedio de diez personas es muy probable que estemos hablando de miles de contagios. Y veremos transcurridos los 14 días de rigor nuestros centros hospitalarios a tope y la cara compungida de muchos que estuvieron de fiesta o que tuvieron la desgracia de cruzarse con un asintomático que le dio duro a la fiesta el fin de semana pasado.

Suena irracional ese comportamiento social sabiendo de los dramas humanos que están ocurriendo todos los días, pero como bien me lo dijo alguien, por una razón extraña: El sinaloense solamente entenderá la dimensión de la emergencia sanitaria hasta que lo alcance con un ser querido o a él mismo, cuando sus pulmones estén sin oxígeno y no haya un ventilador a la mano. Mientras que esa circunstancia no suceda que siga la fiesta, que venga la banda y “que me toquen ‘El quelite’, después el ‘Niño perdido’, y por último ‘El torito’ pa’ que vean como me pinto, ay, ay, ay, ¡ay mamá por dios!”.