Banco de alimentos

Daniel Tapia Sánchez
14 diciembre 2025

La ética cuando nadie está mirando

La ética no suele hacer ruido. No grita, no presume, no busca aplausos. Casi siempre actúa en silencio, cuando nadie está mirando. Y quizá por eso hoy parece tan escasa: porque no da likes, no genera titulares y no siempre es rentable en el corto plazo.

Hablar de ética no es hablar de perfección. Es hablar de decisiones. De esas pequeñas elecciones cotidianas que van marcando quiénes somos como personas y como sociedad. La ética aparece cuando nadie nos obliga a hacer lo correcto, cuando podríamos tomar un atajo y aun así decidimos no hacerlo. Aparece cuando cumplir la ley no es suficiente y entra en juego la conciencia.

Vivimos en una época donde muchas cosas se justifican con resultados. Si funciona, se acepta. Si da ganancias, se aplaude. Si nadie se da cuenta, se normaliza. El problema es que esa lógica va erosionando lentamente la confianza, el tejido social y, sobre todo, el carácter. Porque lo que hacemos de manera repetida, termina definiéndonos.

La ética no es un discurso moralista ni una lista de prohibiciones. Es un marco interno que nos ayuda a decidir incluso cuando el camino correcto es más largo, más incómodo o más costoso. Es preguntarnos no solo “¿puedo hacerlo?”, sino “¿debo hacerlo?”. No solo “¿me conviene?”, sino “¿a quién afecta?”.

En organizaciones sociales esto cobra una relevancia aún mayor. Cuando se trabaja con donativos, con recursos ajenos, con la confianza de la sociedad y, sobre todo, con personas en situación de vulnerabilidad, la ética no es opcional. Es la base. En un banco de alimentos, por ejemplo, cada decisión tiene un impacto directo en la vida de otros: desde cómo se reciben y distribuyen los alimentos, hasta cómo se manejan los recursos, cómo se comunica lo que se hace y cómo se rinden cuentas. No basta con ayudar; hay que hacerlo bien.

Conducirse de manera ética implica transparencia cuando nadie la exige, coherencia entre lo que se dice y lo que se hace, y responsabilidad incluso cuando no hay supervisión. Implica decir que no, aunque eso signifique perder apoyos. Implica corregir errores en lugar de esconderlos. Implica entender que el fin nunca justifica los medios, especialmente cuando se trabaja con causas humanas.

La ética también se pone a prueba en lo pequeño: en cómo tratamos a nuestro equipo, en cómo hablamos de los demás, en cómo usamos nuestro tiempo, en cómo respondemos cuando cometemos un error. No es solo un tema institucional; es profundamente personal. Una organización ética está hecha de personas que intentan actuar éticamente, incluso cuando se equivocan y tienen que rectificar.

Quizá el mayor valor de la ética es que construye algo que no se puede comprar: credibilidad. Y la credibilidad, una vez perdida, es muy difícil de recuperar. En cambio, cuando se cuida, se convierte en un activo silencioso pero poderoso, que sostiene proyectos, relaciones y causas a largo plazo.

En un mundo que premia la rapidez y el resultado inmediato, optar por la ética es un acto casi contracultural. Pero también es una forma de resistencia. Resistencia a la corrupción normalizada, a la indiferencia, al “así se hacen las cosas”. Es elegir hacer lo correcto, incluso cuando nadie aplaude.

Al final, la ética no se mide por lo que decimos, sino por lo que hacemos cuando nadie nos ve. Y ahí, en ese espacio íntimo entre la decisión y la acción, es donde realmente se define quiénes somos.