¿Cambio de paradigma?

María Amparo Casar
20 febrero 2019

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¿Por qué López Obrador le está dando un lugar preeminente a las fuerzas armadas y en particular al Ejército?
 
La pregunta es válida si observamos algunos hechos. La creación de la Guardia Nacional bajo el mando operativo del Ejército que aún espera la aprobación del Senado: “serán los mandos del Ejército y la Marina, y no fuerzas civiles, quienes asuman todas las responsabilidades y facultades de la Guardia nacional”. La construcción del aeropuerto de Santa Lucía: “estamos confiando al Ejército la construcción de las pistas, de la terminal, de todo”. El “todo” incluye “la administración, la renta y los beneficios del nuevo aeropuerto civil de Santa Lucía … para fortalecer las finanzas de esta institución tan importante para el desarrollo de nuestro país”. El manejo de las 671 pipas compradas por adjudicación directa para normalizar la distribución de combustibles, serán operadas por Sedena. La comercialización por parte de esta Secretaría de un terreno de 150 hectáreas en Santa Fe por el que se espera obtener entre 20 mil y 30 mil millones de pesos para financiar la construcción de las bases militares de la Guardia Nacional. 
 
El programa Sembrando Vida con el que se propone reactivar el campo, emplear a 400 mil campesinos y que será operado por la Secretaría del Bienestar, con apoyo de la Sedena. El aumento de 11.3 por ciento real al presupuesto de Sedena en un contexto de austeridad republicana. 
 
Vistas estas acciones en conjunto, se vale la conjetura de que estamos frente a un rompimiento del paradigma bajo el que se construyó la relación entre el poder civil y el militar en México. 
Una de las lecciones aprendidas después de la Revolución fue la necesidad de desmilitarizar la política o despolitizar el poder militar. Ambas caras de una misma moneda. Se comprendió entonces que el uso político de la institución militar acababa por crear más problemas de los que resolvía. 
 
La decisión resultó acertada. La estabilidad del régimen no puede explicarse sin un ejército unido y disciplinado que dejó de reclamar el derecho a gobernar directamente y se retiró o fue retirado de la política. En particular, de las disputas y contiendas por el poder. 
 
La desmilitarización de la política no se llevó a cabo de golpe. En marzo de 1938, el pacto constitutivo del Partido de la Revolución Mexicana estableció los cuatro sectores en los que se sustentaría: obrero, campesino, popular y militar. Se aclaraba que los miembros del Ejército y la Armada participarían, pero en “su exclusivo carácter de ciudadanos y no en representación del ejército”.
 
Más tardé se recapacitó. Ávila Camacho fue claro en su discurso de toma de posesión: “los miembros de la institución armada no deben intervenir … en la política electoral mientras se encuentran en servicio activo … todo intento de hacer penetrar la política en el recinto de los cuarteles es restar una garantía cívica y provocar una división de los elementos armados”. Sería hasta 1946 que el sector militar desaparecería del partido. 
 
La desmilitarización de la política no significó que las fuerzas armadas no jugaran un papel fundamental en el México posrevolucionario. El ejército siguió siendo importante pero las tareas asignadas fueron otras. Fue indispensable en la solución de los conflictos rurales, de las disputas electorales a nivel municipal, de las pretensiones políticas y la indisciplina ocasional de los gobernadores, de las amenazas de organizaciones y movimientos sociales que se resistían a encuadrarse en los estrechos márgenes que el sistema procuraba. También jugó un papel importante de salvamento y solidaridad con “el pueblo”. Las brigadas militares fueron la cara amable, eficiente y salvadora del gobierno en todo tipo de desastres naturales o provocados por la negligencia o impericia humana: inundaciones e incendios, terremotos y epidemias, accidentes y sequías. De aquí, el aprecio que la ciudadanía siente por el Ejército, la institución mejor evaluada de todo el país (M. A. Casar, Supervivencia Política Mexicana, Nexos septiembre, 2010). Y, otra cosa, la desmilitarización de la política significó también unas fuerzas armadas castigadas presupuestalmente. 
 
La “salida de los cuarteles” no fue una decisión de la institución sino del Comandante Supremo de las Fuerzas Armadas. No fue el Ejército ni la Marina quienes pidieron entrar al combate al narcotráfico o a las labores de seguridad pública. 
 
Desde entonces han pedido con justa razón un marco jurídico que respalde sus acciones, no previstas en la Constitución. Desde entonces se les ha negado. El poder civil, único reconocido en este país, está en deuda. 
 
Pero no nos confundamos. Ni la fallida Ley de Seguridad Interior ni la ley por la que se pretende crear la Guardia Nacional es ese marco jurídico pedido, necesitado y escatimado. Estamos en el peor de los mundos posibles. Por un lado, salir de los cuarteles ha significado mayor visibilidad, mayores facultades, mayores responsabilidades y mayores ingresos para el Ejército y la Marina que, como ha documentado Alejandro Hope, no provienen del presupuesto federal sino de fuentes “propias” que no pasan por el Congreso. Por el otro, la ley que se pretende aprobar junto con las acciones reseñadas, se acercan mucho a desandar el camino andado en la desmilitarización de la política. 
 
 
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