Culiacán, zona arqueológica del futuro: Una profecía en capas

Alberto Kousuke De la Herrán Arita
30 noviembre 2025

La historia de la humanidad está escrita en capas. Un ejemplo majestuoso de esto es la Gran Pirámide de Cholula, en Puebla, conocida como “Tlachihualtepetl”.

Durante siglos, esta monumental estructura prehispánica fue cubierta, capa tras capa, por la tierra y el tiempo, hasta que los conquistadores españoles, ignorando o despreciando lo que yacía debajo, construyeron en su cima la Iglesia de Nuestra Señora de los Remedios.

Hoy, esa superposición es un testimonio complejo de la historia: dos visiones del mundo colisionando, donde una intentó tapar a la otra.

En Culiacán, estamos replicando este proceso de estratificación histórica, pero de una manera trágica y carente de grandeza.

Al igual que en Cholula, estamos sepultando el pasado bajo nuevas capas, pero aquí no estamos cubriendo templos sagrados con iglesias virreinales; estamos cubriendo ingeniería fallida con chapopote barato.

Estamos sepultando las banquetas, las guarniciones y la lógica hidráulica de la ciudad bajo una montaña negra de asfalto.

Imaginemos a los arqueólogos del futuro, dentro de 500 o mil años, excavando las ruinas de la capital sinaloense. Al realizar sus cortes estratigráficos en lo que hoy es el Bulevar Zapata o el Bulevar Dr. Mora (entre muchas otras vialidades) encontrarán metro tras metro de asfalto acumulado.

Al llegar al fondo, no descubrirán una civilización que construía pirámides para tocar el cielo, sino una sociedad que, teniendo la tecnología para hacerlo bien, eligió sistemáticamente la solución mediocre.

Sentirán pena ajena al descubrir que sus antepasados (nosotros) no construimos sobre ruinas para alcanzar nuevas alturas de civilización, sino que simplemente nos dedicamos a tapar baches, sepultando en el proceso nuestra propia dignidad urbana. Nuestro legado arqueológico no será un monumento al dios de la lluvia o a la Virgen, sino un monumento a la improvisación.

En la ingeniería civil y el urbanismo moderno, existe una máxima que a menudo se olvida ante la urgencia de la política pública inmediata: maquillar una falla estructural no la repara, simplemente la oculta temporalmente mientras agrava el diagnóstico final.

Este fenómeno es visible en muchas ciudades latinoamericanas, pero ha encontrado un escenario particularmente crítico en Culiacán, Sinaloa, donde la práctica del reencarpetado continuo (conocido coloquialmente como echar chapopote) ha dejado de ser una solución de mantenimiento para convertirse en una patología urbana que altera la física, la hidráulica y la seguridad de la vía pública (además de ser un insulto visual a la dignidad de la calle).

Una calle no es simplemente una superficie negra donde ruedan los neumáticos; es un sistema de capas diseñado para transmitir y disipar las cargas del tráfico hacia el suelo natural.

Cuando una calle se llena de baches o se agrieta, la “piel” asfáltica nos está indicando que el “esqueleto” (la base y sub-base) ha fallado o ha cumplido su vida útil.

La solución científica y técnica correcta implica fresar, es decir, retirar y raspar, la capa dañada para reparar la base antes de colocar una nueva superficie.

Sin embargo, la administración de recursos a menudo opta por la sobrecarpeta: verter una nueva capa de mezcla asfáltica sobre la anterior sin retirar el daño viejo.

Desde el punto de vista de la física de materiales, esto genera un problema de “reflejo de grietas”. La nueva capa de chapopote, por muy negra y estética que luzca las primeras semanas, se asienta sobre una base inestable y fracturada.

Al no tener un soporte sólido, las grietas de abajo se propagan hacia arriba con rapidez, rompiendo la nueva superficie en cuestión de meses. Pero el problema más grave en Culiacán no es solo que el pavimento se vuelva a romper, sino un fenómeno acumulativo que desafía la lógica del diseño urbano: la elevación artificial de la cota de rodamiento.

Si caminamos por sectores antiguos o, incluso, por avenidas transitadas de la capital sinaloense, somos testigos de una estratigrafía geológica artificial.

Tras décadas de aplicar una capa de cinco centímetros sobre otra similar, sin retirar la anterior, las calles han “crecido” verticalmente. Este crecimiento desmedido ha provocado que la superficie de rodamiento, por donde pasan los vehículos, alcance niveles alarmantes, igualando e, incluso, superando la altura de las guarniciones (los bordes de las aceras) y los camellones centrales.

Esta alteración métrica tiene consecuencias hidrológicas devastadoras. Las guarniciones no existen solo para delimitar el espacio del peatón; funcionan como canales que dirigen el agua de lluvia hacia las alcantarillas.

En una ciudad como Culiacán, propensa a lluvias torrenciales y ciclones, el “chapopote” excesivo ha anulado la capacidad de las calles para contener el flujo pluvial.

Al elevar el nivel del asfalto hasta el borde de la banqueta, el agua ya no encuentra una barrera física, desbordándose con facilidad hacia las aceras y, inevitablemente, hacia el interior de viviendas y comercios que originalmente fueron construidos a un nivel seguro, pero que ahora han quedado “hundidos” por la negligencia de elevar la calle.

Además, existe un factor térmico ineludible. El asfalto es un material con una alta inercia térmica y un bajo albedo, lo que significa que absorbe gran cantidad de radiación solar y la libera lentamente en forma de calor.

Al engrosar desmedidamente la corteza asfáltica de la ciudad, estamos creando baterías gigantes de calor que exacerban el efecto de “isla de calor urbana”.

En una ciudad donde las temperaturas superan frecuentemente los 40 grados Celsius, tener calles con medio metro de asfalto acumulado garantiza que el suelo siga irradiando calor durante toda la noche, impidiendo el enfriamiento natural del entorno.

La obsesión por el recubrimiento rápido sobre la repavimentación integral es una trampa de costos diferidos.

Aunque inicialmente parece más barato y rápido “echar chapopote” para calmar el reclamo social por los baches, el costo a largo plazo es inmenso: destrucción de la infraestructura de drenaje pluvial superficial, invasión del espacio peatonal al desaparecer las guarniciones, y la necesidad eventual de realizar excavaciones masivas y costosas para retirar toneladas de material pétreo y bituminoso que nunca debió estar ahí.

Culiacán necesita dejar de crecer sus calles hacia arriba y comenzar a reconstruirlas desde abajo, recuperando la ingeniería sobre la cosmética.