Despolarizar a México

Roberto Heycher Cardiel
06 diciembre 2025

México es hoy un país fragmentado. Como un vaso de vidrio hecho añicos en la sala de una vieja casona, sus pedazos reflejan verdades distintas según desde dónde se mire. Hermanos contra hermanos, vecinos convertidos en enemigos, hijos enfrentados a sus padres por defender banderas políticas que les prometieron todo y les entregaron poco, salvo rencor.

¿Qué hechizo rompió la fraternidad? ¿Qué conjuro nos transformó de nación en pugna a pueblo dividido? La respuesta no está en un partido, ni siquiera en un sexenio. Está en una promesa fallida que se repite como eco, como maldición: la promesa de que un solo hombre salvaría al país, y la ceguera colectiva de quienes, heridos por la corrupción y la miseria, apostaron su fe a un mesías.

Andrés Manuel López Obrador apareció en la historia reciente como un redentor. Un hombre que prometía acabar con la impunidad, erradicar la corrupción, barrer a los malos con la escoba de la historia. A cambio, pidió todo: el voto, el silencio, la obediencia y el poder absoluto.

Pero la historia no absuelve. Siete años después, la realidad es insoslayable: la corrupción no solo no desapareció, se volvió estructural; el crimen organizado dejó de ser un fenómeno periférico para convertirse en el centro nervioso de muchas regiones del país, y la salud, esa promesa básica del Estado, se volvió un privilegio de pocos. Más de 50 millones de personas están hoy sin acceso a un sistema de salud digno: mientras los gobernantes hablan de esperanza, el pueblo hace filas tan solo para obtener paracetamol.

Aquellos que prometieron austeridad, duermen en un palacio. Aquel que juró proteger al pueblo, lo divide con palabras que son cuchillos. No vino a construir instituciones, vino a desmantelarlas. No vino a reconciliar, vino a cobrar facturas. Vulgar revancha.

Carlos Manzo, opositor asesinado cobardemente, es un símbolo. Como tantos otros cuyos nombres no alcanzan los titulares, fue víctima de un sistema que castiga la crítica y premia la lealtad ciega. En el México actual, discrepar es traición; pensar distinto es peligroso.

¿A quién culpar? ¿Al PRIAN, eterno chivo expiatorio? ¿A Calderón, convertido en fantasma conveniente? ¿A los aztecas, como sugirió sin rubor una analista orgánica? Quizá sea hora de dejar de buscar culpables en la historia para mirar al espejo. Ese espejo que nos devuelve una imagen demacrada, lejana a la república democrática que alguna vez soñamos. No se trata de condenar el deseo de cambio. Lo queríamos, lo necesitábamos. Pero confundieron transformación con destrucción, y a la democracia con el grito más fuerte. Le dimos poder absoluto a un solo hombre, olvidando que el poder, sin contrapesos, se pudre.

Hoy, la división de poderes es una ficción. La Presidencia juzga desde el púlpito matutino sin derecho a réplica. La fiscalía es herramienta de venganza, no de justicia. El poder judicial está en sus manos. Se eliminaron contrapesos, se debilitó el juicio de amparo. Se intenta gobernar sin reglas, solo con fidelidad.

Y mientras tanto, nos enfrentamos entre nosotros. Como en una tragedia griega, el pueblo ha sido puesto en contra de sí mismo. Ya no discutimos ideas, lanzamos piedras. Ya no debatimos propuestas, nos descalificamos con odio. Nos arrebataron la política para darnos espectáculo.

La única verdad que queda en pie, como un árbol solitario en medio del incendio, es esta: nadie vendrá a salvarnos. No hay un líder ni un partido ni una figura redentora que arregle este país. La única esperanza real está en nosotros, en los ciudadanos que no se resignan, en quienes entienden que la democracia no es un destino, sino una lucha permanente.

México no tiene plan B. No lo queremos. Esta es nuestra tierra, nuestro hogar y nuestro deber. Si queremos un país donde quepan todas las voces, donde vivir no sea un acto de fe sino de derechos, tendremos que construirlo nosotros mismos, piedra por piedra, con las manos limpias y la mirada firme.

Necesitamos comunidades organizadas, con reglas justas, con instituciones que protejan a todos, no solo a los devotos del caudillo en turno. Necesitamos despertar de este largo sueño autoritario y comenzar a imaginar una república de iguales.

México necesita volver a la política y alejarse de ideologías y lealtades personales. La política como instrumento de construcción colectiva debe ser punto de encuentro.