El asombro filosófico
27 marzo 2019
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Para los pensadores antiguos, la filosofía nace del asombro. “Es muy característico de un filósofo eso que llamamos el asombro; efectivamente, no hay otro origen de la filosofía que ejerza un dominio mayor que éste”, afirmó Platón en el diálogo Teeteto.
Aristóteles, en su Metafísica, expresó: “Los hombres, tanto ahora como antes, llegaron a través del asombro al origen que domina el filosofar”.
Asombrar no quiere decir sacar a alguien de las sombras; eso sería aclarar o alumbrar. El verbo asombrar equivale a admirar, maravillar o sorprender.
Quien se asombra pregunta -y se pregunta- insistentemente, como lo hace un niño. El filósofo sabe que no sabe, pero anhela saber; por eso se plantea preguntas profundas y existenciales sin contentarse con una respuesta a bote pronto o superficial. Sabe que se enfrenta a una problemática que no podrá del todo resolver, y mucho menos disolver.
La filosofía, pues, nace del asombro y permanecerá siempre bajo cierta sombra. El búho de Minerva anhela ver la luz, pero no puede contemplarla directamente.
El asombro es el detonante que activa el pensamiento. Las cosas siempre están ahí, pero no son totalmente percibidas. Parece que una niebla las oculta, de ahí la raíz griega de la palabra verdad (áletheia), que significa quitar el velo.
“Según avanzo por esta vida, día tras día, me voy convirtiendo cada vez más en un niño pasmado, no puedo acostumbrarme a este mundo, a la procreación, a la herencia, a la vista, al oído; las cosas más corrientes me son fuente de azoro”, dijo Robert Louis Stevenson.
Asombrarse es plantearse las preguntas esenciales: “¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿A dónde voy? ¿Qué sentido tiene amar? ¿Por qué algunos hombres entregan su vida por otros? ¿Qué hace más humano al hombre?
¿Me admiro, maravillo y asombro?
@rodolfodiazf