El costo social de conducir mal en Culiacán
Culiacán, capital del estado de Sinaloa, es una ciudad marcada por el crecimiento urbano acelerado, la expansión vehicular y una cultura vial que, en muchos aspectos, evidencia un bajo compromiso con el bienestar colectivo. Manejar mal (entendido como una serie de conductas como no usar intermitentes, obstruir el paso, circular lentamente por el carril izquierdo, ignorar señales de tránsito, estacionarse en doble fila, forzar el paso en amarillo o rojo y hacer cambios de carril sin prever, entre muchos otros) no es un simple problema de cortesía o educación: es un fenómeno social que refleja y perpetúa disfunciones más amplias en el tejido urbano.
La conducción errática o egoísta tiene efectos acumulativos y sistémicos. Según el Instituto Mexicano para la Competitividad (IMCO), el tráfico urbano genera pérdidas económicas de hasta 94 mil millones de pesos al año en el País, principalmente por horas-hombre perdidas, consumo excesivo de combustible y retrasos logísticos. Si bien no todos estos costos provienen exclusivamente de malas prácticas al volante, sí existe una fuerte correlación entre el comportamiento individual y la eficiencia del sistema vial. En ciudades como Culiacán, donde predomina el uso del automóvil privado frente a alternativas de movilidad sostenible, estas prácticas se convierten en un factor crítico de disfuncionalidad urbana.
Desde la psicología del comportamiento, las conductas imprudentes al volante pueden ser entendidas como expresiones de “disonancia cívica”: la desconexión entre el conocimiento normativo (saber qué se debe hacer) y la conducta real (hacer lo contrario). Un estudio de Reason et al. sobre errores y violaciones al manejar muestra que los comportamientos intencionales que transgreden las normas son más frecuentes en contextos donde hay baja vigilancia y alta tolerancia social a la infracción. En otras palabras, cuando los ciudadanos perciben que “todos lo hacen” y que “nunca pasa nada”, se reduce la inhibición moral para cometer infracciones. Este fenómeno se refuerza en entornos como Culiacán, donde la aplicación de sanciones de tránsito es inconsistente o vulnerable a la corrupción.
El mal manejo también tiene consecuencias directas en la salud mental y física de la población. Estudios del Instituto Nacional de Psiquiatría Ramón de la Fuente Muñiz han evidenciado que la exposición constante al tráfico agresivo aumenta los niveles de cortisol (la hormona del estrés) y puede contribuir al desarrollo de trastornos como la ansiedad o la irritabilidad crónica. Un conductor que pasa diariamente por situaciones de caos vial (debido a otros que bloquean la vialidad, se atraviesan sin prever o generan embotellamientos) no solo sufre un impacto emocional, sino que internaliza un modelo de supervivencia donde prevalece la reacción rápida y defensiva. Esta dinámica lleva a lo que los sociólogos urbanos llaman “entornos de alta fricción social”, donde la cooperación cede paso a la competencia individualista.
Otro aspecto crítico es el impacto en la seguridad vial. En México, los accidentes de tránsito son la segunda causa de muerte en personas de 15 a 29 años, según datos del Inegi (2022). En Sinaloa, durante el primer semestre de 2023, se registraron más de 3,800 accidentes viales, con un alto porcentaje atribuible a maniobras indebidas, giros sin señalización y exceso de velocidad en zonas urbanas. Cada pequeño acto de negligencia (como no indicar un cambio de carril) puede desencadenar una cadena de errores que termina en colisiones, lesiones o incluso muertes. Esto convierte la conducción irresponsable en un problema de salud pública.
Además, el mal manejo tiene un componente profundamente desigual: afecta con mayor severidad a los usuarios más vulnerables del espacio público. Peatones, ciclistas, personas con discapacidad y quienes usan transporte público son quienes más sufren las consecuencias de un entorno vial dominado por la lógica del “sálvese quien pueda”. En Culiacán, donde la infraestructura peatonal es deficiente en muchas zonas y la cultura de respeto al peatón es limitada, un conductor que invade la cebra peatonal o bloquea una esquina no solo comete una infracción: está ejerciendo una forma de violencia estructural contra quienes menos capacidad tienen para defenderse.
Cabe destacar que estas prácticas no ocurren en el vacío. Forman parte de un ecosistema urbano donde la educación vial suele estar ausente del currículo escolar, donde las campañas de concientización son esporádicas y poco efectivas, y donde el propio diseño de calles y avenidas promueve comportamientos de riesgo. La falta de semáforos inteligentes, el escaso control de velocidad, la señalética ambigua y la ausencia de carriles preferenciales para transporte público o bicicletas refuerzan una lógica vial centrada exclusivamente en el automóvil privado. Esto, a su vez, normaliza conductas que en otros países serían sancionadas inmediatamente.
La neurociencia también aporta un ángulo interesante: el fenómeno del “anonimato al volante”. Cuando una persona está dentro de un automóvil, especialmente en ciudades donde no existe contacto visual entre conductores ni mecanismos de retroalimentación social, el cerebro desactiva ciertos circuitos de empatía. Investigaciones con imágenes por resonancia magnética funcional (fMRI), como las de David Eagleman, muestran que la percepción de anonimato disminuye la actividad en la corteza prefrontal dorsolateral, asociada al juicio moral. Esto explica en parte por qué alguien que normalmente sería educado en la fila del supermercado, puede volverse grosero o violento en una glorieta congestionada.
Resolver este problema no es fácil, pero tampoco imposible. La experiencia internacional muestra que las transformaciones culturales en materia vial son posibles cuando se combinan tres factores: infraestructura adecuada, aplicación consistente de la ley, y campañas masivas de concientización. Ciudades como Bogotá y Medellín han logrado reducir significativamente sus tasas de accidentes y mejorar la convivencia vial al adoptar un enfoque integral que va más allá del castigo, apelando a la identidad colectiva y al orgullo ciudadano. En ese sentido, Culiacán tiene una oportunidad valiosa para impulsar un cambio que no solo mejore el tránsito, sino que fortalezca el sentido de comunidad y respeto mutuo.
Manejar mal no es solo una falta técnica, ni una molestia menor: es un síntoma de descomposición social que reproduce la desigualdad, el estrés, la violencia simbólica y la ineficiencia urbana. Reconocer el problema desde una perspectiva científica permite comprender que cada acto en la vía pública tiene implicaciones colectivas. Si queremos una ciudad más humana, segura y vivible, el cambio comienza con algo tan sencillo y tan poderoso, como usar las direccionales, respetar los semáforos y entender que el volante es, también, una herramienta de ciudadanía.