El deterioro

Jorge Alberto Gudiño Hernández
14 marzo 2021

El quince de marzo de 2020 fue el último día que salimos a la calle con fines recreativos. Lo hicimos, claro está, sin saber que así sería. Entre el puente y las vacaciones de Semana Santa, pensamos que volveríamos a nuestras actividades pronto. Claramente nos equivocamos. Los niños ya no regresaron a la escuela de manera presencial, mi esposa no ha vuelto a la oficina y yo acumulo horas de videoconferencias. No salimos, pues.

Es claro que, tras este año, muchos la han pasado peor que otros. Sin embargo, todos la hemos pasado mal. Hay un deterioro en la vida cotidiana que va lastrando nuestros ánimos. Éste va desde la noticia funesta (o ser parte de ella) hasta que el grifo de la cocina comience a gotear y se evalúe si es peor ese golpeteo rítmico, el desperdicio de agua, su acumulación en tiestos o permitir el acceso a un plomero. Anécdotas de este tipo las hay al por mayor, a fin de cuentas, somos muchos miles de millones de personas los protagonistas de esta historia.

Y como somos tantos, es sencillo encontrar contrastes por doquier. De nuevo, el espectro es amplio y apunta a muchas direcciones. Sin importar cuál es la postura de cada uno de nosotros, cuáles nuestras experiencias, cuántos los sacrificios, la forma en la que se acumulan las emociones y demás, lo cierto es que el deterioro se ha instalado en nuestras vidas.

Ya no son iguales. A saber si lo serán. Hay un desgaste inusual. Un desgaste que, si fuéramos maquinarias, tendríamos que aceptar como el que terminará descomponiendo el aparato. Y ya lo ha hecho en muchos casos. Esperemos que no sea en todos.

Es cierto, la esperanza priva ahora porque las vacunas se acumulan en diferentes poblaciones. Al día de hoy, van un poco más de 300 millones de dosis aplicadas en todo el mundo. Se necesitan alrededor de 12 mil millones para cubrir a toda la población. Incluso pensando en los 10 mil millones, un número más cerrado, aún falta mutiplicar el esfuerzo por tres mil. Y la esperanza también causa angustia, especulación, viajes de quienes pueden cruzar la frontera para vacunarse; enojo por no poder ser uno de ésos... Más deterioro, entonces.

Vivimos todo el día y todos los días pensando en términos de pandemia. Evaluamos las posibilidades: ir al súper, pedir a domicilio, ir al trabajo, salir a hacer un trámite, pelearse con el banco o buscar qué comer, de dónde sacar dinero, cómo llegar a fin de mes.

Si bien el sistema en que vivíamos tenía deficiencias por doquier, este último año lo ha deteriorado aún más. Son muy pocos los que han salido beneficiados. Muy pocos, en verdad. El resto hemos participado del deterioro de una u otra forma. A la larga, cuando la esperanza se concrete y salgamos de la pandemia y del confinamiento, tendremos que aceptar que ya no somos los mismos, que cargamos con lastres y heridas que, quizá, aún no podemos identificar con claridad.

Llevamos, pues, un año. Un año completo. Y el habernos acostumbrado a nuestra nueva forma de vida también habla mucho de lo que hemos perdido. Más, porque ignoramos cuánto falta.