El mañana mexicano

Gustavo de Hoyos Walther
21 noviembre 2025

La sociedad mexicana sufre un agravio fundamental: la continua pérdida de sus instituciones republicanas sin que haya crecimiento económico y con un déficit ético sin precedentes.

Desde que los caudillos militares hicieron un pacto, al final de la década de los 20 del siglo pasado, para que en México se estableciera un régimen de dominio civil, el país ha pasado por tres etapas. La primera fue la del periodo de dominio de un sólo partido. Éste estuvo caracterizado por la creación de las instituciones políticas, económicas y culturales de la modernidad. En eso, los gobiernos posrevolucionarios llevaron a cabo un trabajo determinante para que la nación mexicana se incorporara al gran diálogo civilizacional sin haberse quedado demasiado atrás.

El precio que se pagó, sin embargo, fue demasiado alto: la postergación sine die de la democracia liberal. El gobierno de Salinas de Gortari supo que México debería abrirse al mundo y que sólo podría prosperar haciendo un pacto con la nación más poderosa del planeta. Así se hizo y fue una gran decisión, aunque el país no creció a las tasas que se esperaban. Todavía falta una evaluación de por qué no fue así. Lo que no hizo Salinas fue conducir el país hacia su modernización política.

Esa tarea le correspondería a su sucesor, Ernesto Zedillo, quien entendió que no habría futuro para el país sin la alternancia política.

Fueron Fox, Calderón y Peña Nieto quienes operaron en nuevas condiciones de competencia política y pluralidad partidista. Bajo su liderazgo ocurrieron cambios importantes para limitar el poder del Ejecutivo y, por consiguiente, para hacer más efectiva la separación de poderes.

Lamentablemente, también se cometieron graves e imperdonables errores de gran magnitud. La corrupción fue rampante, el federalismo no se hizo efectivo, se instaló una partidocracia, se creció a tasas mediocres y no se combatió la pobreza de manera efectiva.

Todo esto se pagó con la llegada del populismo obradorista al poder que no tardó en desmantelar las instituciones democráticas, liberales y republicanas. Un régimen que además realizó la improbable proeza de llevar a México de un crecimiento económico mediocre hacia uno de estancamiento. La falta de capacidad para llevar a cabo una mínima gestión administrativa y la insultante soberbia de sus gobernantes ha tenido como consecuencia que el país se haya convertido en uno de los más inseguros para vivir sobre la faz de la tierra.

Por todo esto no es sorprendente que la ciudadanía comience a organizarse para protestar por una situación cada vez más preocupante e incontrolable.

Ante este panorama vale la pena pensar en qué hacer ahora. Es claro que el proyecto oficialista no ofrece un futuro optimista para los mexicanos. Siendo este el caso, las bases del porvenir de México descansan ya sea en el pasado o en el futuro. El problema es que realmente no hay un pasado que haya solucionado -al menos hasta donde es posible- los incontables problemas del país.

Si ese es el caso, ha llegado la hora de reinventar el país a partir de nuevas bases, sin olvidar, claro está, las lecciones aprendidas en el pasado. Siendo cierto que no hay futuro sin pasado, lo cierto es que estamos en un momento de refundación. Es importante y esencial entender esto.

Por todo ello, las virtudes de quienes tienen oportunidad de tomar decisiones hoy en el país y que no forman parte del régimen gobernante deben caracterizarse por su naturaleza prospectiva: audacia, imaginación, liderazgo.

Hay que repetirlo: México no es una nación del crepúsculo, sino del alba. Después del oficialismo, estemos seguros de eso, se avizoran las mañanas mexicanas.