El poder que se dice puro: narrativa, control y fracturas en el Gobierno
En el actual escenario político, el poder ha adoptado un tono moralista que lo distingue de sus antecesores. No se presenta solo como legítimo, sino como éticamente superior.
Desde esta narrativa, el Gobierno no solo actúa en nombre del pueblo, sino que es el pueblo, y por tanto, sus decisiones no deben ser cuestionadas.
Quien disiente es descalificado no como adversario legítimo, sino como traidor.
Este discurso, que mezcla pureza moral con promesas de redención nacional, ha servido como una poderosa herramienta de control: desactiva el disenso, deslegitima la crítica y concentra las decisiones en un solo núcleo de poder.
Sin embargo, mientras hacia afuera se proclama unidad y rectitud, hacia dentro del aparato de gobierno se libran tensiones y batallas silenciosas. Las fracturas internas, los ajustes de cuentas y el llamado “fuego amigo” muestran que el poder que se dice puro no es ajeno a las contradicciones.
1. La narrativa del poder bueno
Desde el gobierno de la autodenominada 4T, la consigna ha sido clara: “no mentir, no robar, no traicionar”. Esta frase ha funcionado como base simbólica de una narrativa de pureza moral que busca marcar un quiebre con el pasado y justificar una nueva forma de ejercer el poder.
En ese marco, el Gobierno se reviste de virtudes éticas incuestionables, lo que invalida cualquier crítica y elimina la necesidad de rendición de cuentas.
Quien apoya al Gobierno es considerado parte del pueblo; quien lo cuestiona, un enemigo. Se borra el espacio del disenso democrático y se impone una lealtad sin matices.
2. La imposición disfrazada de representación
Dentro de esta lógica, el diálogo político se vuelve innecesario. El poder “ya sabe” lo que el pueblo quiere. Las decisiones no se consultan: se ejecutan. Las instituciones no median, sólo ratifican.
Las voces críticas no son vistas como interlocutores válidos, sino como obstáculos. Se les descalifica como conservadores, corruptos o traidores. Así, el Gobierno se blinda frente a cualquier señalamiento, incluso cuando proviene desde dentro de sus propias filas.
3. El doble rasero frente a la corrupción
Cuando se exhiben excesos, abusos o falta de austeridad, la respuesta oficial no es investigar ni sancionar, sino desviar la atención.
Las acusaciones se atribuyen a campañas de desprestigio promovidas por enemigos del régimen. No hay espacio para la autocrítica. La culpa siempre recae en el pasado o en otros actores.
La justicia opera con criterios políticos: se persigue con rigor a los adversarios, pero se protege -o se encubre- a los aliados.
4. Fracturas internas y ‘fuego amigo’
A pesar del discurso de unidad, la realidad revela una constante lucha interna por el control del poder. Lo que parecía cohesión ideológica ha devenido en pugnas abiertas entre facciones que compiten por posiciones, candidaturas y recursos.
Los ataques ya no provienen sólo de la Oposición. Las confrontaciones internas -disfrazadas de lealtad- evidencian un “fuego amigo” cada vez más difícil de contener.
La sucesión presidencial, la disputa por los liderazgos regionales y los reacomodos en el gabinete reflejan un escenario donde la disciplina partidista cede ante los intereses personales y de grupo.
El poder que se presenta como puro termina encerrado en su propio relato. Sin contrapesos, sin crítica y sin autolimitación, sus contradicciones crecen desde dentro.
El discurso moral no basta para sostener la legitimidad cuando las fracturas internas se intensifican y las tensiones ya no pueden ocultarse.
El poder concentrado, sin contrapesos, seguirá ocultando o desviando la atención para que la justicia sea parcial y el diálogo no avance en nuestro país.
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El autor es director de Iniciativa Ciudadana para la Promoción del Diálogo A.C.