La Babilonia tapatía

Pablo Ayala Enríquez
04 diciembre 2021

Recuerdo perfectamente ese momento. Braseé y pataleé con fuerza para cruzar rápidamente el río de gente. Desde el otro extremo la vi tal como la imaginaba: infinita, vibrante, efervescente. Me sentí en las entrañas de la Biblioteca de Babel, ahí en ese lugar del mundo donde era posible encontrar, como dijo Borges, el “compendio perfecto de todos los demás”.

La impresión me dejó paralizado por unos instantes. No supe qué hacer. Respiré y sujeté con fuerza la carriola de una de mis hijas. Instintivamente llegué hasta el kiosco donde se daba información a despistados y primerizos. Para no dar pasos en falso, leí rápidamente el programa de mano de aquella Feria Internacional del Libro de Guadalajara (FIL).

Dado que eran más las ganas que el dinero, no había mucho qué pensar: el día se nos iría revisando las estanterías infinitas, alternando búsquedas con conferencias, escuchando presentaciones de libros y participando en los talleres gratuitos que pudieran tomar las niñas. Mi presupuesto era tan limitado que no podía excederme de dos textos (las editoriales que manejan obras sobre ética y filosofía, paradójicamente, siempre han sido caras). Daniela, prudente, generosa y, para eso, contenida, me cedió el suyo, así que tenía posibilidades de ser el ganón del día, claro, siempre y cuando alguna de las criaturitas no se emberrinchara con algún peluche, rompecabezas o cosa por el estilo.

Así que, dispuesto a estirar mis casi 500 pesos, comenzamos el primer recorrido de reconocimiento. Había que tener claro el margen de maniobra. Decidimos recorrerla en orden. Comenzamos por el extremo donde se ubicaban los talleres infantiles. Las primeras tres horas se nos fueron en dos filas y un par de talleres, donde las que en aquel entonces se sabían y decían princesas no terminaron tan divertidas.

El desencanto fue el pretexto perfecto para iniciar el recorrido por los confines del universo. En eso de peregrinar en busca de un libro tenía basta experiencia. Lo hice en muchas ocasiones en librerías de viejo en la Ciudad de México, Valencia, Barcelona y Madrid. Desarrollé un olfato increíble para dar con joyas en oferta; estaba seguro que los casi 500 pesos se convertirían en mil o dos mil. Era cuestión de paciencia y dar con el sitio indicado.

Mapa en mano me dirigí a las editoriales españolas, para husmear sus novedades. De ahí nos pasamos al Fondo de Cultura Económica, UNAM, Océano y, a punto de entrar a Siglo XXI, nos dimos cuenta que una de las niñas iba embarrada de caca hasta las orejas. Ahí acabó el primer recorrido, pero no mi afán de dar con el libro perfecto del que hablaba Borges.

Atendida la emergencia, llegó el momento de comer. Las entretuvimos con un panecito que desparramaron por todos los pasillos posibles, que sirvió para husmear en otro par de editoriales. Mi instinto libresco me hizo girar la cabeza hacia un montículo entre los que descubrí dos pepitas de oro valuadas en 50 pesos cada una: Libertad real para todos de Phillipe Van-Parijs, y ¿Qué es la globalización? de Joseph Stiglitz.

Aliviado porque la pesca estaba resultando, me senté por fuera de uno de los auditorios en los que ya no cabía un alfiler. Ahí Fernando Savater hablaba de La aventura de pensar, un texto donde reivindicaba el valor de la enseñanza de la filosofía. Como buen encantador de serpientes, me enganchó de inmediato, haciendo que Daniela diera su primer recorrido a solas. “No le quites el ojo a las niñas; por favor no te pongas a ver nada, quédate aquí hasta que vuelva, me da horror pensar que te pones a leer parado por ahí y las dejas sueltas”. Fingí haberme ofendido, pero mi pantomima no sirvió para evitar el primer extravío del día.

Preferí echarle la culpa a Savater. “Acabó más rápido de lo que pensaba, por eso me fui a la editorial donde nos quedamos -dije-. Era lógico que me encontraras ahí”. No tiene caso relatar mis miserias; basta con decir que me regañaron como lo hacía mi maestra de párvulos.

Seguimos el periplo entre el asombro y la ansiedad. La FIL me resultaba imponente e insondable porque, como decía Borges, la Biblioteca de Babel “es total. Sus anaqueles registran todas las posibles combinaciones de los veintitantos símbolos ortográficos, o sea todo lo que es dable expresar”, de ahí mi embeleso y “extravagante felicidad”.

Todos los libros, nos recuerda Borges, “por diversos que sean, constan de elementos iguales: el espacio, el punto, la coma, las veintidós letras del alfabeto”, por eso el milagro de que “en la vasta biblioteca no haya dos libros idénticos”. En la riqueza infinita que encerraba aquella feria “no había problema personal o mundial cuya elocuente solución no existiera”. Todo, absolutamente todo lo que quisiera saber, estaba ahí reunido.

El día nos siguió premiando. Daniela compró algo que le había llamado la atención y nuestras nenas salieron con varios cuentos y libros de dibujos ultrabaratos.

También ahí les hice una promesa: “Algún día he de estar en alguna de estas salas presentando un libro propio”. El trabajo, los amigos y la suerte me sonrieron nuevamente, porque dos años después me vi sentado al lado de un buen amigo presentando Repensar la ciudadanía. Los desafíos de un nuevo pacto global.

A diferencia de las anteriores, esa vez pude ver la FIL sin gente, a mis anchas. La encontré casi idéntica a la Biblioteca de Babel: “iluminada, solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de volúmenes preciosos...”, indefensa, casi para mí solo.

Esta vez, la pinchi pandemia me impidió hacerlo, pero prometo que en el 2022 volveré a recorrerla entera. Si todo marcha bien, y de nuevo la suerte me sonría, para el 2023 volveré a estar en uno de sus salones sentado en una mesa hablando de un nuevo libro.

Y por no dejar, van unas cuantas preguntas al margen: ¿Qué función le queda al Ejército mexicano por asumir? ¿La que realizan los y las ministras de la Suprema Corte de Justicia? ¿La Presidencia de la República? ¿Hasta dónde piensa llevar las cosas el Presidente?