La ciudad de los cadáveres
Hoy se cumplen 80 años de los estragos sufridos por la más cruel arma (hasta ahora), que el ser llamado humano ha utilizado para destruir y destruirse a sí mismo. Ríos de tinta han corrido para relatar las consecuencias del resplandor que cegó -y, lamentablemente, segó- miles de vidas aquel fatídico y funesto 6 de agosto de 1945, en Hiroshima.
Yoko Ota, una escritora japonesa que sobrevivió a la bomba de Hiroshima, y falleció en 1963, vivió continuamente aterrada de padecer alguna enfermedad como consecuencia de la intensa radiación.
Esta zozobra se percibe en todas las obras que escribió sobre ese fatídico día, como su cuento, “Una luz como de las profundidades”, así como “Ciudad de cadáveres”, “Andrajos (o harapos) humanos”, “Luciérnagas”, “Medio humano”.
Las dificultades para escribir estos textos no eran solamente de carácter psicológico, sino también económicos y de especie, pues era difícil conseguir papel y lápiz para escribir, según consignó: “Me conseguí, con la gente de la aldea y la familia donde me hospedaba, unos cuántos lápices y retazos de servilletas y papel tiznado, arrancado de puertas y paredes de corredera. Con la sombra de la muerte a mis espaldas, decidí que podría morir una vez cumplido mi deber de dejarlo todo por escrito”.
Su obra no pudo ver la luz hasta tres años después, debido a la censura del Gobierno japonés sobre toda la información acerca de los efectos de la bomba atómica.
Otra obra clásica es “Hiroshima”, de John Hersey, publicado íntegramente en The New Yorker, el 31 de agosto de 1946, quien entrevistó a seis sobrevivientes de esta catástrofe. Cuarenta años después, regresó y buscó a los seis sobrevivientes, llamados “hibakusha” (personas afectadas por la explosión, que manifiestan un síndrome de irradiación aguda).
¿Rechazo abiertamente la guerra?