La curva de la migración por ingresos
Existe un mito muy extendido: que las personas más pobres son quienes más migran. Pero esto es falso, al menos cuando hablamos de migración internacional. Diversos estudios muestran que la relación entre pobreza y movilidad humana es mucho más compleja de lo que solemos imaginar.
La teoría de la curva ingreso-migración plantea que los más pobres del mundo quieren migrar, pero no pueden; quienes tienen ingresos medios sí pueden y lo hacen; y los de ingresos altos generalmente no necesitan migrar. Si se llevara esta dinámica a una gráfica, aparecería una U invertida: poca migración entre los más pobres, un pico en los niveles medios de ingreso y una caída entre los más ricos. Se trata de una lógica tan simple pero poco discutida entre los migrólogos.
Piense en cualquier comunidad rural de Sinaloa. En los hogares más humildes, donde el ingreso apenas alcanza para el día a día, el sueño de migrar existe, pero ese deseo se estrella contra la barrera de falta de recursos. Porque migrar cuesta: se necesita pagar transporte, coyotes o trámites; costear alojamiento temporal, comida, documentos, gastos inesperados y, además, sobrevivir sin ingresos durante el trayecto. En estos casos, la pobreza extrema funciona como una cadena que inmoviliza.
Unos escalones arriba, en los hogares de ingresos medios, ocurre lo contrario. Allí el impulso migratorio es más fuerte. No viven en la carencia absoluta, pero tampoco en la comodidad. Son los primeros capaces de reunir los recursos necesarios para emprender el viaje. No migran por desesperación, sino porque ya pueden invertir en la posibilidad de una vida mejor. La migración se convierte una apuesta calculada para obtener una casa más amplia, educación para los hijos, acceso a servicios de salud o una mayor estabilidad financiera.
En Mazatlán lo observo cada temporada con los migrantes en tránsito provenientes de Centroamérica. La mayoría son personas en edad productiva que lograron ahorrar durante meses (o años) o que reciben apoyo de familiares ya instalados en Estados Unidos. Solo así pueden costear el viaje al “gabacho” que, de otro modo, sería inalcanzable.
En el extremo opuesto están los hogares de ingresos altos. Para ellos, la migración rara vez es una necesidad. Puede ser una experiencia, un proyecto académico o profesional, pero no una obligación. ¿Para qué irse si ya cuentan con oportunidades educativas, laborales y de bienestar, muchas veces superiores a las que hallarían en otro país? Su propio entorno económico actúa como un ancla.
Lo fascinante es que esta curva se repite en casi cualquier región del mundo: México, África, Asia, Centroamérica, el Caribe. Desde luego, como toda teoría social, ésta también tiene excepciones: jóvenes en pobreza extrema dispuestos a arriesgarse la vida, o familias acomodadas que migran por motivos políticos, educativos o personales. Pero la tendencia general se mantiene.
Comprender esta curva no solo derriba prejuicios; también sirve para diseñar mejores políticas públicas. Por ejemplo, la ONU y varios países desarrollados invierten millones en programas para reducir la pobreza con la expectativa de disminuir la migración. Sin embargo, en muchos casos ocurre lo contrario: cuando las familias mejoran un poco, adquieren por fin la capacidad de irse.
Si queremos entender por qué la gente migra, no basta con observar la pobreza. Hay que mirar las oportunidades, las aspiraciones y, sobre todo, las capacidades reales que tienen las familias para moverse. Migrar no es solo un deseo, es una inversión, y como toda inversión, solo la realiza quien tiene lo suficiente -pero no demasiado- para intentarla.
Es cuanto....
Muchos años de represión, antidemocracia, violencia laboral y simbólica, ha llevado a un gran número de universitarios -estudiantes, trabajadores activos y jubilados- a hacerse escuchar en la máxima tribuna del pueblo sinaloense. Para todas ellas y ellos, mis respetos y mi entera solidaridad.