La deuda de la Fiscalía con las víctimas
El jueves 27 de noviembre se anunció el cambio en la titularidad de la Fiscalía General de la República (FGR), con la salida del primer Fiscal General de la República. Su salida –como toda su gestión– no dejó de ser controvertida. Al Senado no llegó una renuncia con un motivo grave, como lo indica la Constitución, ni tampoco se llamó al entonces titular a rendir cuentas sobre su desempeño durante estos últimos siete años. El relevo, por su parte, se llevó a cabo de manera expedita –en cinco días–, con renuncias en el gabinete anunciadas apresuradamente y cambios inmediatos en posiciones clave de la FGR. Desde el Ejecutivo se minimizó el procedimiento, dejando claro desde un inicio que este no sería un proceso de deliberación abierta a la sociedad.
Aun así, es importante colocar en el centro de la discusión los temas que derivan de estos cambios en la FGR, pues es en esta institución donde recae gran parte de la responsabilidad frente a los grandes retos que impone la violencia generalizada y la gobernanza criminal que prevalece en varias partes del país.
En los últimos siete años se observó a una Fiscalía que, lejos de buscar coordinarse, dejó de lado sus funciones en temas centrales, priorizando –como se ha dicho en múltiples ocasiones– una perspectiva nostálgica del pasado autoritario, así como vendettas políticas y personales. No fue un problema exclusivo del modelo –en el que diversos sectores participamos con el objetivo de transformar la procuración de justicia en México–, sino una decisión de consentir, desde el poder Ejecutivo y Legislativo, un falso argumento de autonomía. Éste no vino acompañado de cambios para enfrentar los retos del presente y del futuro: ni aumento de capacidades científicas para investigar crímenes complejos ni un plan de investigación criminal que desmantelara redes macrocriminales. Por el contrario, la Fiscalía continuó siendo una institución gris, alejada de las víctimas.
Esta misma Fiscalía se alejó de los mecanismos administrativos de coordinación en temas de derechos humanos, como aquellos diseñados para la atención a personas desaparecidas; personas defensoras de derechos humanos y periodistas; mujeres; víctimas de trata, y niñas, niños y adolescentes, situación que se consolidó con las contrarreformas a la Ley Orgánica de la FGR en 2020.
Esta es, en realidad, la Fiscalía que tenemos: una institución en deuda con las víctimas, que nunca las puso en el centro y que se negó a atraer casos del fuero común aun cuando era evidente su conexidad con delitos del fuero federal, como sucedió en el caso del Rancho Izaguirre. La indolencia con la que la FGR se aproximó a ese caso fue la constante de sus últimos siete años.
Más aún, las víctimas y organizaciones tuvimos que litigar en contra de la propia Fiscalía debido a sus omisiones en el cumplimiento de sus responsabilidades, como la falta de creación del Banco Nacional de Datos Forenses –clave para avanzar en la atención de la crisis forense– y del Programa Nacional para Prevenir y Sancionar la Tortura (PNT), indispensable para generar una política pública que erradique esta práctica. Persisten otros grandes pendientes: en materia de desaparición, la FGR no ha avanzado en la consolidación del Programa Nacional de Exhumaciones e Identificación ni del Registro Nacional de Personas Fallecidas y No Reclamadas. En temas de tortura, la institución mantiene un promedio anual de 1,098 expedientes abiertos.
En casos de violaciones graves a derechos humanos cometidas por las Fuerzas Armadas, la FGR continúa sin ejercer un verdadero control civil que asegure la rendición de cuentas de las fuerzas castrenses. No ha presentado acusaciones sólidas en casos donde se han documentado eventos de uso arbitrario y desproporcionado de la fuerza, como en el de Leydi y Alexia, dos niñas de 11 y 7 años. Tampoco ha resuelto los pendientes relacionados con las investigaciones sobre el uso del malware Pegasus contra periodistas y personas defensoras.
Hoy, con el mismo modelo institucional, se hace una nueva promesa ambiciosa de autonomía con coordinación que debe analizarse dentro de un contexto más amplio: cuestionamientos sobre la independencia judicial tras la reciente reforma y elección de jueces; ampliación de facultades de investigación a fuerzas castrenses vía la Guardia Nacional; un modelo de seguridad más centralizado, con mayores atribuciones de vigilancia y menos controles; resultados medidos por número de detenciones a la par de que se amplía el catálogo de delitos con prisión preventiva oficiosa; y se cuenta con menos mecanismos externos de transparencia.
La coordinación es y será necesaria. También lo es defender la autonomía de las y los fiscales en su capacidad de investigar y presentar acusaciones sin presiones políticas. Así lo ha recomendado la Relatora Especial sobre la independencia de magistrados y abogados, Margaret Satterthwaite, en su reciente informe sobre “Salvaguardar la independencia de los sistemas judiciales frente a los desafíos contemporáneos a la democracia”. En él aclara que la relevancia radica en que las y los fiscales, así como las fiscalías, deben ser funcionalmente autónomos de los poderes legislativo y ejecutivo, independientemente de la estructura institucional. La obligación de los Estados es garantizar que los fiscales puedan “desempeñar sus funciones de forma independiente, objetiva e imparcial, de modo que la justicia penal no se instrumentalice al servicio de los objetivos del Gobierno”.
Es decir, una Fiscalía que en el contexto amplio y complejo que va más allá de su autonomía constitucional, ponga al centro a las víctimas y no a las exigencias de poderes políticos.