La edad provecta

Rodolfo Díaz Fonseca
24 julio 2019

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Hoy parece darse un endiosamiento por la juventud. Es cierto que en todas las épocas se ensalza la etapa primaveral, como en el poema de Rubén Darío: “Juventud, divino tesoro, ¡ya te vas para no volver! Cuando quiero llorar, no lloro y a veces lloro sin querer…”

Pero, aún en este canto triunfal a la juventud, el poeta nicaragüense reconoce al final de su poema: “¡Mas es mía el Alba de oro!”. Es decir, después del vigor primaveral existe todavía un dorado amanecer.

La palabra senectud, como contraria a juventud, algunos la hacen derivar del latín sent (dirigirse) y no del vocablo sen (anciano). Así, el Senado estaba formado por hombres maduros, pero capaces de dirigir y orientar.

Incluso, se establecía una distinción entre las voces “senior” (más viejo), entre los 45 y 55 años, y “senex” (viejo intensivo), de más de 55 años, que es la edad en que se proferían las sentencias porque se contaba con el auxilio de la sensatez, buen sentido o recta opinión para consentir, asentir o disentir.

Cuando los romanos percibían que un anciano había perdido su memoria o capacidad de razonamiento se decía que había llegado a la edad provecta, “aetate provectus”, que arrastra o carga la edad.

Este sentido lo reprodujo Benito Pérez Galdós, en La desheredada: “Era de edad provecta, pequeño, arrugadito, bastante moreno y totalmente afeitado como un cura. Cubría su cabeza con un bonetillo circular, ni muy nuevo ni muy raído, contemporáneo de los manguitos verdes atados a sus codos”.

Sin embargo, la Biblia, en el libro de la Sabiduría afirmó que la edad provecta no se alcanza solamente con la ancianidad: “La verdadera canicie para el hombre es la prudencia, y la edad provecta, una vida inmaculada” (Sab 4,9).

¿Vivo la edad provecta?