La esclavitud interior

Óscar de la Borbolla
05 diciembre 2018

""

Entre las muchas actividades que realizamos todos los días, hay una (o muchas) que no desearíamos hacer; son compromisos laborales, familiares, sociales ante los que nos encantaría poder esgrimir algún pretexto; sin embargo, solemos sopesar eso que los economistas llaman “relación costo-beneficio” y accedemos sumisos. ¿Quién no se escabulliría feliz de ese trabajo urgente que en el último momento alarga su jornada sin remuneración ninguna, o del cumpleaños insufrible del pariente político al que asistimos porque no queda otra?
 
Pero no solamente llevamos a cabo los actos que calculamos que nos resultarán provechosos, sino que también rigen en nosotros unos valores que nos impelen al sometimiento voluntario: la responsabilidad, la solidaridad, la camaradería... muchos de nuestros actos los ejecutamos porque más allá de que lo queramos o no, nos parece que es nuestro deber o porque nos sentimos en deuda: son las acciones que vivimos como irrecusables.
 
Uno se compromete, empeña su palabra o es el único que está ahí en un determinado momento, y no hay manera de desentenderse: uno siente que no se puede rehusar sin pagar el precio de no poder volver a verse la cara en el espejo.
 
Son muchas las acciones que no hacemos por gusto; pero el factor que más peso tiene sobre nuestra voluntad es, sin embargo, al que menos importancia le damos, incluso solemos negársela: el qué dirán...
 
Nos bañamos, nos preparamos, nos superamos, nos esforzamos... y una larga cadena de acciones no porque necesariamente lo deseemos, sino porque creemos que debemos sostener ante los demás la imagen que hemos levantado de nosotros, e incluso ante nosotros mismos, sobre todo ante nosotros mismos (únicos testigos verdaderos de nuestras vidas), pues los demás, de hecho, rara vez reparan en nosotros.
 
Si no viviéramos en el contexto que tenemos o, más aún, si no viviéramos en ningún contexto social, ¿haríamos lo que hacemos? ¿En un mundo vacío seguiríamos actuando? La pregunta de fondo es, entonces, no sólo ¿por qué hacemos lo que no deseamos?, sino ¿por qué hacemos en general?
 
Al parecer, nuestros actos, los que nos gustan y los que no, los realizamos para ser aceptados, para pertenecer o, en otras palabras, por el qué dirán. Mucho me temo que si no viviéramos en sociedad, bajo el imperio de la mirada ajena, no haríamos nada salvo aquellos actos a los que nos fuerza el instinto y, tal vez, en esas extremas condiciones de soledad ni siquiera eso. A mí, al menos, me resulta impensable escribir estas reflexiones, que tanto me divierten, en una isla desierta; para nadie.
 
@oscardelaborbol