La justicia que empieza por uno mismo

Isaac Aranguré
04 noviembre 2025

Es innegable, las injusticias que nos atraviesan, y más allá de los dolores, reflexionaba sobre lo que sí podemos o no hacer la mayoría de nosotros ante un sistema que no se dobla con puras ideas o buenas intenciones.

Vivimos en un país donde la palabra justicia se pronuncia con una mezcla de esperanza y resignación, todos la deseamos, pero pocos creemos realmente en ella. Nos indigna la corrupción, la impunidad, la desigualdad y nos duele ver cómo el esfuerzo honesto rara vez se premia y cómo la trampa suele encontrar camino pero quizá lo más doloroso sea admitir que, en algún punto, todos hemos participado, aunque sea en pequeña medida, de ese sistema que decimos rechazar.

La injusticia estructural no surge del vacío. Es una construcción colectiva hecha de miles de pequeñas omisiones, silencios y complicidades y nace cada vez que callamos ante un abuso, cuando nos aprovechamos de la desinformación o del cansancio del otro. Así, la injusticia deja de ser solo un problema político o institucional para convertirse en un hábito cultural y los hábitos, cuando se asientan en la costumbre, terminan moldeando el destino de los pueblos, por eso, antes de exigir justicia, tendríamos que preguntarnos si vivimos justamente, si somos equitativos en nuestras relaciones, si cumplimos la palabra, si tratamos con dignidad a quien no puede ofrecernos nada a cambio, porque la justicia no se limita a las leyes ni a los tribunales; empieza en los gestos cotidianos, en la mirada limpia con la que elegimos ver al otro.

Un país más justo no se construye desde arriba, sino desde dentro, desde la decisión personal de actuar con coherencia incluso cuando nadie está mirando, ser justo es más que no robar: es no engañar, no abusar, no minimizar el dolor ajeno. Es reconocer que nuestros actos, por más insignificantes que parezcan, forman parte de un entramado común y que cada pequeña injusticia aceptada o practicada fortalece un sistema que luego nos parece imposible de cambiar.

Ser justo implica, también, incomodarse, implica decir no cuando el entorno espera un sí, implica pagar lo que corresponde, respetar el tiempo ajeno, reconocer los privilegios propios y usarlos no para protegernos, sino para abrir camino, implica, en resumen, elegir la coherencia sobre la conveniencia porque la justicia, al final, es una forma de verdad puesta en práctica. Si el Estado es el reflejo de su sociedad, y la sociedad el reflejo de sus ciudadanos, entonces la justicia que anhelamos no llegará de una institución, sino de una conciencia colectiva despierta, no bastan los discursos ni las reformas si no cambian las personas y para cambiar las personas, hace falta algo más que indignación, hace falta voluntad ética.

Quizá la tarea de nuestra generación no sea inventar nuevas formas de justicia, sino aprender a vivir de manera justa, recordar que el respeto, la empatía y la responsabilidad siguen siendo actos revolucionarios en un mundo donde todo se mide por la ganancia, y volver a creer que cada uno, desde su trinchera, puede restablecer una pequeña parte del equilibrio perdido. Porque la justicia no se impone, se encarna.

Y cuando un individuo decide vivir con justicia, en su casa, en su trabajo, en su trato con los demás, algo en el mundo, aunque sea imperceptible, se ordena.

Gracias por leer hasta aquí, nos leemos pronto.

Es cuánto.