La ‘paz’ de Sinaloa: dos desaparecidos por cada asesinato

Adrián López Ortiz
08 marzo 2020

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Desde hace meses, gobierno, sociedad civil, empresarios y medios de comunicación hemos instalado una nueva narrativa sobre la inseguridad en Sinaloa: los índices van a la baja. “¡Vamos bien!”.

Eso es cierto: Febrero cerró con 55 homicidios para un promedio de 1.89 diarios. Hacía mucho tiempo que no estábamos por debajo de dos homicidios diarios. De seguir así, con una media de 2.02 homicidios por día en lo que va del año, este 2020 Sinaloa podría alcanzar una tasa de homicidios de 24.85 por cada 100 mil habitantes.

Sería la tasa más baja desde 2007 con 15.22, justo antes que estallara la guerra de Felipe Calderón contra el narco y el Cártel de Sinaloa se fraccionara entre los Beltrán Leyva y los Guzmán.

¿Son números para decir que estamos en el camino de la paz? No. O mejor dicho: todavía no. Y ahora explico por qué.

Policía insuficiente y altas tasas de impunidad.

Primero, porque todavía no tenemos evidencia concreta de que la baja en homicidios se deba a la acción institucional en materia de seguridad y de procuración de justicia. La experiencia internacional enseña que los lugares más pacíficos tienen, como piso mínimo, dos características indispensables: una fuerza policial suficiente y capacitada; y un estado de derecho fuerte que se traduce en bajas tasas de impunidad, sobre todo en delitos de alto impacto como el homicidio.

Sinaloa no tiene ninguna de las dos cosas todavía. El estado cuenta con 6 mil 243 policías operativos y se necesitan al menos 4 mil policías más para cumplir con el estándar que exige la ONU de 300 policías por cada 100 mil habitantes. Si bien el estado de fuerza ha crecido en 18.8 por ciento durante su gobierno, la apuesta de Quirino Ordaz ha sido el camino rápido: la militarización. Primero con el contrato a la Policía Militar y ahora con la Guardia Nacional (GN). El problema con esta estrategia es que ni la GN ni los militares están bajo el mando estatal y en cualquier momento tienen que atender otras tareas, lo que nos deja indefensos y con el argumento oficial facilón de echarle la culpa a la Federación.

Por otro lado, de acuerdo con el “Índice de Estado de Derecho 2019-2020” del World Justice Project, Sinaloa ocupó la posición número 11 a nivel nacional con un puntaje de 0.42, por encima de la media de 0.39. Los indicadores donde mejor puntuó el estado fueron Justicia Penal (3/32), Justicia Civil (7/32) y Gobierno Abierto (7/32); y donde peor lo hizo fue en derechos fundamentales (21/32) y Orden y seguridad (16/32). En general el avance fue muy magro: 0.01 puntos con respecto al año anterior.

Pero lo más grave es que en Sinaloa tenemos una altísima tasa de impunidad. A ciencia cierta no sabemos cuánta porque según el estudio “Hallazgos 2018: seguimiento y evaluación del sistema de justicia penal en México” de México Evalúa, la Fiscalía de Sinaloa no entregó el número total de causas penales concluidas ni sus desagregaciones por lo que el cálculo no fue posible; pero tampoco hay razones para pensar que la situación de Sinaloa en materia de impunidad sea muy diferente del resto del país con 96.1 por ciento.

Van números que explican nuestra precariedad en materia de procuración de justicia: Sinaloa cuenta con 2.6 agencias del ministerio público por cada 100 mil habitantes, por debajo de la media nacional de 2.8. Además, tenemos 1.4 policías investigadores, 8.8 fiscales y agentes del MP, 3.4 peritos y ninguna persona asignada a la atención de víctimas por cada 100 mil habitantes. En materia de jueces tampoco estamos mejor: contamos con 0.6 jueces capacitados en el nuevo sistema de justicia penal por cada 100 mil habitantes. La media es de 0.9 y el mejor estado en este indicador es Zacatecas con 2.8. Es decir, matar en Sinaloa sigue saliendo -casi- gratis. A eso hay que agregar otras violencias que no son tan observadas pero explican un contexto más amplio: feminicidios, violencia intrafamiliar, entre otras.


El poder del Cártel de Sinaloa

Segundo, porque hechos recientes de alto impacto demuestran la enorme capacidad financiera, logística y violenta del Cártel de Sinaloa. Ejemplos sobran: las balaceras recientes en Guamúchil que se extendieron por largo tiempo y sumieron a los habitantes de esa ciudad en el miedo y la zozobra; amplias zonas serranas que sabemos son controladas por las gavillas sin que las autoridades se atrevan siquiera a ir durante las refriegas; y el caso más reciente: la incursión de un grupo armado a la Clínica Regional No. 1 del IMSS para rematar (¿o rescatar?) a un herido en otra balacera previa y que, afortunadamente, fue detenido por los militares sin que hubiera víctimas colaterales.

Y por supuesto, la evidencia más fuerte que tenemos de nuestra incapacidad institucional para afrontar el enorme poder del Cártel de Sinaloa son los hechos del 17 de octubre pasado con la detención fallida de Ovidio Guzmán. Ese día el cártel logró hacerse del control de un amplio sector de la capital a base de miedo y fuego, impuso sus condiciones y logró su objetivo poniendo de rodillas a autoridades federales y estatales. La humillación del “Culiacanazo” ya forma parte de la memoria colectiva mexicana.

Históricamente, al cártel de casa no solo no se le ha combatido en igual medida y proporción a su violencia, sino que se le ha cobijado vía la narcopolítica, la protección policial y el lavado de dinero.


Desaparecidos

Y tercero, por una violencia silenciosa, invisible y cotidiana que no ha dejado de crecer desde 2010. Me refiero a los desaparecidos. Esos que no son nota para nadie, excepto para los grupos de madres buscadoras que todos los días gastan lo poco que tienen en la esperanza de dar con sus familiares. Esos cuyos rostros nos vigilan desde murales colectivos.

No es un tema menor: según cifras de la Fiscalía a solicitud de información de un servidor, de septiembre a noviembre de 2019 se presentaron 372 denuncias por personas desaparecidas: 4.08 por día. El 79 por ciento de las personas reportadas como desaparecidas permanecen en calidad de desaparecidas y únicamente el 3 por ciento son identificadas como fallecidas.

En Sinaloa tenemos dos desaparecidos por cada asesinato. Esa es la dura verdad de nuestra “pacificación”. No podemos celebrar la reducción de los asesinatos mientras en el estado proliferan las fosas clandestinas y los colectivos de buscadoras se multiplican. Antes el cártel mataba; ahora mata, mata y desaparece o, simplemente, desaparece.

Entiendo que nuestra violencia crónica es tan abrumadora que perdemos la perspectiva de lo que alguna vez fue vivir en paz en esta tierra. Podemos autoengañarnos y creer en la versión oficial de que “vamos bien”. Pero la evidencia dice otra cosa. Ya es tiempo que empecemos a ver ambas violencias: homicidios y desaparecidos, en conjunto y no como fenómenos aislados. Requerimos una visión sistémica si no queremos agravar nuestra situación de atrocidad sostenida.

Podemos comprar la propaganda del “se matan entre ellos” y “somos más los buenos” y dejar de profundizar en nuestra complejidad violenta. Es fácil.

Pero no olvidemos que, hasta ahora, la frágil paz de Sinaloa no ha estado en manos de ciudadanos y autoridades, sino en el mal equilibrio de un cártel que de cuando en cuando necesita dar la guerra (entre ellos o contra alguien más), y que esa guerra sucede en el territorio donde produce, vende, gasta y lava desde hace décadas. El territorio que comparte con nosotros.