La terquedad de José Luis, quien resultó un viejo conocido

José Abraham Sanz
25 septiembre 2021

Lo que más me llamó la atención es que dentro de la camioneta, así como estaba, en medio de una laguna, y llena de lodo, había una mujer adentro.

Sola, seria, con la mirada perdida al frente, que apenas pude hallarle forma entre las manchas de agua puerca del parabrisas.

“¿Le puedo ayudar en algo?”, grité, acercándome lo más que pude, evitando resbalarme para caer a la misma laguna pantanosa.

“No”, me dijo seria, casi sin voltearme a ver.

Me puse en su lugar y era fácil entender por qué estaba tan molesta.

Ya casi era mediodía, hacía calor, jueves de mucha humedad por el reciente paso del huracán “Nora” y la ayuda no podía estar tan cerca.

Bajarse de la camioneta tampoco era opción, a no ser que le dijera adiós a un buen par de zapatos.

“¿Ya pidieron ayuda?”, insistí.

“Sí, mi esposo se fue para allá”.

“¿Hace mucho?”, pregunté para seguir con la charla.

“Sí, hace como una hora”, dijo con más amabilidad.

“Le dije que no se metiera por aquí, y le valió madre”, renegó.

Era una vieja camioneta Ford, pero que se miraba todavía fuerte y del que muchos conocen que tiene un motor fuerte. Me parecía que estaba más bajita de lo normal, pero ese detalle después se me aclararía.

Esperé unos momentos, a ver si ocurría algo, mientras mi compañero había comenzado a hacer unas tomas sobre la situación: Viajábamos por la maxipista Culiacán-Mazatlán, para checar la condiciones en que la ruta se encontraba después de las lluvias que trajo el huracán.

Ya no había amenaza de lluvias, sin embargo las heridas que dejó su paso eran muy visibles.

Y aunque preguntamos en la caseta de Costa Rica, el personal de Capufe señaló que todo estaba bien hasta la caseta de Mármol, ya llegando a Mazatlán, algo que resultó una mentira.

Nos encontramos a doña Martha apenas unos 30 kilómetros adelante, varada y solitaria.

Luego de unos minutos, como quien regresa con la caballería, José Luis sobresalía colgado de un lado de un viejo tractor verde, que se disponía a cruzar la cinta asfáltica del sentido sur a norte, para encontrarse con la laguna, la camioneta y su esposa

“¿Vamos a salir en El Debate?”, preguntó con cierta pena, pero sin dejar de sonreír.

Luego José Luis, un hombre mayor, de unos 65 años, de gran estatura y peso, dio un salto del tractor cuando éste se acercó a la camioneta. Luego, con agilidad, se escabulló a la cabina sin ensuciarse los zapatos.

Ya con la fuerza del tractor, no hubo que amarrar o jalar la camioneta; la máquina simplemente se dio la vuelta, y con la parte trasera empujó hacia adelante a la vieja Ford con la pareja conduciéndola.

José Luis encendió el motor y pudo librar la loma justo en un momento en que el tráfico de norte a sur había disminuido. Ni tráileres, ni autobuses o las camionetas de los trabajadores del campo que siempre conducen a toda velocidad.

Avanzó unos metros, se orilló al acotamiento y se detuvo de nuevo.

En la parte de atrás, José Luis transportaba gárgolas y lavaderos de granito. Y esas entregas las hacía desde Culiacán hasta la zona rural del municipio en su vieja Ford. El peso de las piedras talladas en la plataforma del pick up -porque no era una caja- había hundido un poco más las llanta al lodo y provocó el atasque, luego el regaño, el enojo de doña Martha y el pago de unos 200 pesos por la ayuda al compa del tractor.

Y tenía razón, porque antes de llegar al punto en que se atascaron, pudimos ver otros dos retornos por la parte central de la maxipista, también en terracería, con una profundidad menor, y aunque también había lodo, no estaban inundados.

La terquedad de José Luis los hizo ir directo al fango, por no avanzar un poco más y buscar otras opciones.

El plan de José Luis por la mañana era ir a dejar un material a Estación Obispo, y luego subirse a la maxipista.

“Nomás que sale contraproducente no pagar la caseta...”, lamenta con cierta diversión.

Pero igual ya había tenido que pagarle una cuota de 20 pesos a unos chavalos que se guarecen junto con sus motocicletas en una propiedad abandonada, en donde casi siempre están fumando mariguana.

“10, 20 pesos le cobran a uno... me dijo, no te metas por la primera (retorno) sino por la segunda, pero pues me dijo ya que regresé, ya que estaba atascado”, confió.

Esta camioneta es alta, no se queda atorada en ningún lado, defiende todavía José Luis. Trae un motor 302 y es de ocho, completa.

La entrega de José Luis ya la tenía atrasada casi una semana, por culpa de “Nora”.

Cuando volvió a hablar con su cliente, le dijo: “no, todo ya está listo, vente por todo, hasta aquí todo está bien, no hay problema”.

“El único problema fui yo, que me metí por el lado”, bromea.

Su fuerte, asegura, es la venta de lavadero de granito, porque son los que más se usan en los ranchos.

Casi por retirarse, después de la anécdota, José Luis entrega tarjetas, orgulloso de su oficio.

“Toda la vida”, responde después que le pregunto que si cuánto tiempo tiene haciendo este tipo de trabajos.

Relata además que comenzó haciendo mosaicos.

“Enfrente de mi casa había un taller de mosaicos”, le señalo.

Y le cuento cómo el Lalo echaba la tierra y cemento revuelto, una especie de yeso líquido y luego colores. A la mezcla, el Lalo hacía círculos el lado del borrador de un lápiz amarillo, y luego lo llevaba a la prensa.

“Así se hacían las flores”, interrumpe José Luis.

“Al Lalo le decíamos ‘El Niño’. Yo tenía un taller por la otra cuadra, yo también vivía por ahí”.