La vieja patrulla que siempre nos llevaba

José Abraham Sanz
16 octubre 2022

No voy a negar que tuve mis dudas la primera vez que mi compa “El Charli” me propuso la travesura: los dos éramos menores de edad y ninguno tenía licencia de conducir, pero sí traíamos dinero y ganas de cotorrear.

Enseguida de su casa había un terreno de un familiar que compró junto con su papá, pero nunca construyó, así que lo usaban como espacio para cochera y lugar para guardar materiales de construcción.

La idea era clara, y en teoría fácil de ejecutar.

Cuando su papá cayera dormido viendo la tele, que siempre lo hacía alrededor de las 7 u 8 de la noche -muy cansado, porque siempre se dedicó a hacer trabajos de yeso-, sacaríamos a empujones la camioneta, tomaríamos por la Geranio al oriente y antes de llegar a la calle 21 de Marzo la prenderíamos directo.

“El Charli”, con mucha vagancia acumulada, podía hacerlo con un cable desde la batería al motor de arranque.

Y la vieja Dodge, que tenía el antecedente de haber servido muchos años como patrulla en la Policía Municipal en Culiacán, ahora estaba fondeada de un color gris rata, y un trabajo de plataforma y media estructura de redilas que hasta para trabajar cualquiera podía tiraba barra.

Empujarla, sin ruido, era lo más difícil, porque teníamos que evitar el radar o sonar de sus padres o de sus hermanos que podían mitotear.

Antes ya habíamos platicado, pero terminamos suspendiendo el plan por falta de condiciones o valentía.

Esa vez teníamos fiesta para más allá de las últimas calles de la colonia 21 de Marzo, en un fraccionamiento nuevo desde donde se podía ver el cerro de las 7 Gotas muy cerca. Era el año de 1997.

Estábamos aburridos, pero teníamos tiempo y dinero, por eso retomamos el plan, ahora más que el papá le había negado las llaves y se las llevó a su cuarto.

¿Y si tu jefe te castiga?, le cuestioné.

“Pues ni modo, pero hay que ir a esa fiesta”, me respondió.

Llegó la hora y nos reunimos afuera de su casa, como casi siempre.

“El Charli” dio un último vistazo y salió de su casa con la actitud de que había luz verde.

Le tumbó el cambio y empezamos a empujar con fuerza, yo desde la parte trasera de la camioneta y “El Charli” desde la puerta del conductor.

Los obstáculos eran varios, que las ruedas no hicieran crujir mucho la graba que su papá usaba como relleno en el terreno y tener el suficiente empuje para que la camioneta no se atorara en el pequeño vado que formaba el arroyo cada tiempo de lluvias que pasa por la entrada de su casa.

Impulsamos lo suficiente, sin ruido y “El Charli” hasta se pudo subir a maniobrar y frenar en los últimos metros.

Sacamos una lámpara y mi compa hizo su magia, conectando los cables en el lugar preciso y logrando el encendido en la primera oportunidad.

Nos subimos y partimos con una sonrisa nerviosa, con la sensación de estar cometiendo un ilícito, pero satisfechos cada vez que sentíamos el aire por la velocidad en la frente.

La fiesta no resultó como esperábamos, es más ni siquiera había fiesta, y aunque nos quedamos en el lugar a beber algunas de las caguamas que compramos, nos tuvimos que retirar del lugar por aburrimiento.

Decidimos no regresar directamente y empezamos a pasear por las colonias del sur, haciendo bromas a los transeúntes, haciéndonos corretear o apedrear, pero sin ningún incidente serio.

Para regresar la camioneta al lugar, el plan fue el mismo: apagarla antes de llegar, empujarla y meterla de reversa.

Seguimos el plan al pie de la letra, metimos la camioneta sin ruido y la acomodamos igual como la había dejado el propietario.

“El Charli” se metió a su casa y revisó que todo estuviera en orden. Cuando salió confirmó que el éxito fue total.

Desde entonces supimos que la vieja Dodge ya era parte de nuestra pandilla y que empujarla para que nos llevara era lo de menos.

La voz se corrió a tal grado que las fiestas más lejanas ya eran alcanzables: a la colonia Antonio Toledo Corro, a la Antonio Rosales, a la colonia Almada, al Infonavit Humaya, al fraccionamiento Santa Fe.

Una vez, en domingo, aprovechando la ausencia de los papás del Charli, nos pusimos un objetivo más ambicioso: los balnearios de Ayuné y La Divisa.

Jalaron como 12 de los plebes y de volada nos pusimos de acuerdo, compramos algunas cosas para comer allá, cargamos con toallas y bañadores y hieleras con envases de caguama.

El detalle, siempre lo fue, que el marcador de la gasolina no funcionaba.

Por ellos nos quedamos tirados por la avenida Álvaro Obregón a la altura del Madero.

Como la empujada era lo de menos, comenzamos a avanzar hacia el norte, y cada que nos tocaba el semáforo en rojo todos subían a la camioneta para despistar.

La operación se repitió unas tres veces hasta llegar a la gasolinera de la Aguilar Barraza.

Después de la cooperación entre todos, comenzamos el viaje hasta los balnearios.

Aunque al final el compa Charli sí fue descubierto por sus padres, pudimos generar la confianza para que ya después nos la prestaran.

Y nos fue fiel hasta que comenzó a apagarse más de lo debido, por descomposturas de los años de servicio.

Al final, la vieja camioneta fue vendida por los padres de mi amigo, por lo que tuvimos que despedirnos.

Al tiempo mi amigo Charli se fue a trabajar unos meses a Estados Unidos y lo primero que hizo fue comprar un viejo Topaz que nos sirvió para nuevas aventuras.