Las mujeres que el Estado decide no ver
Nina quiere estudiar una carrera universitaria. Tiene el deseo y la determinación, pero no tiene CURP. Y no la tiene no porque “no quiera”, sino porque el concepto mismo de Estado-nación no contempla su existencia.
¿Cuánto vale el deseo de una mujer de estudiar, trabajar o construir un proyecto de vida, si el sistema decide que no existe porque no cuenta con un documento? ¿A cuántas funcionarias y funcionarios públicos les importan realmente las vidas de mujeres como ella? Pareciera que importan más los protocolos que la dignidad.
La realidad es que muchísimas mujeres quedamos fuera. No solo de los servicios, sino del derecho a ser reconocidas. El acceso a servicios depende de comprobantes de domicilio, identificaciones, documentos migratorios, constancias y citas que la vida en violencia, migración y precariedad no permite conseguir. Y, aun así, el discurso institucional es “Ninguna mujer se queda sin atención”. Pero la práctica dice otra cosa: el sistema está diseñado para atender a quienes ya tienen todo resuelto.
El impacto de quedar fuera es profundo. Funciona como una estructura más de dominación y alienación: una forma silenciosa de hacer que las mujeres nos sintamos desgastadas, insuficientes, aisladas, solas, vulnerables e indiferentes. Porque eso es lo que provoca la burocracia cuando se impone sobre la emergencia.
Y esta exclusión no es casual. Se sostiene en un sistema económico que nos lastima, que nos excluye, pero que nos necesita para sostenerse. Sin las explotadas no hay explotadores. La precariedad no es un error: es un método. El desgaste no es una consecuencia: es una herramienta de control.
Desde la atención psico-jurídica en Sin Fronteras intentamos visibilizar y acompañar los procesos de las mujeres para que puedan integrarse de manera digna. Pero eso es más que un servicio, es un compromiso ético de construir conciencia crítica. Solo desde la contextualización de nuestra realidad podemos sentirnos acompañadas en nuestros sentires. Porque cuando entendemos que no somos nosotras contra el mundo, sino nosotras dentro de un sistema injusto, el aislamiento pierde fuerza.
Como trabajadora social, mi postura es compleja y dolorosa. Mis intervenciones buscan garantizar el acceso a derechos, detectar problemáticas y gestionar soluciones. Pero ¿qué hago cuando las problemáticas que atiendo todos los días no son fallas individuales, sino consecuencias directas de la estructura política y económica que permea cada aspecto de nuestras vidas?
¿Qué hago cuando exigir al Estado mejores condiciones, mejores políticas públicas, se siente igual que no hacer nada? La respuesta la encontré con el tiempo y con las mujeres mismas: no hay que cuestionar en singular, sino en plural. La única forma de atender la raíz del problema es la colectividad, la comunidad, el acompañamiento.
La creación de vínculos y redes de apoyo que se convierten en salvavidas en una sociedad que cae en pedazos mientras el individualismo y el aspiracionalismo nos consumen. Si el sistema político nos quiere solas, cansadas y sin futuro, entonces la comunidad será siempre la grieta por donde entra la dignidad.
La autora, Marianna Malinalli Calleja Martha, es trabajadora social y especialista en prevención de la violencia y construcción de paz; colabora como auxiliar de acompañamiento psicosocial en Sin Fronteras.