Las promesas
19 julio 2018
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La reiterada percepción sobre el parangón que la realidad de nuestro país ha establecido en la permanente entrega popular que el ex Presidente Adolfo López Mateos (1959-1964) captó en su tiempo, y la que Andrés Manuel López Obrador ha logrado activar ahora en un electorado inmensamente mayoritario que, harto de frustraciones y herido por la corrupción y la impunidad, optó por la propuesta de la esperanza que el de Macuspana supo convertir en convencimiento y confianza.
El licenciado López Mateos llegó al final de su sexenio con un elevado perfil de aceptación popular, tal vez uno de los índices más altos que la Presidencia de la República registró durante el Siglo 20. Ahora Enrique Peña Nieto, mexiquense al igual que aquel, al aproximarse al final de su administración describe la paradoja de pasar a la historia contemporánea de México como uno de los Presidentes con mayor índice de reprobación popular, lo cual quedó reflejado en los resultados electorales del primer día de este mes.
La referencia al parangón entre los casos de López Mateos y de López Obrador se basa en vivencias personales que me permitieron testimoniar el cariño desbordado que los mexicanos manifestaron al mandatario del primer sexenio de los años sesenta, y que no se volvió a ver hasta el caso actual, cuando Andrés Manuel López Obrador es literalmente apapachado en una plenaria expresión de respaldo por parte de un pueblo que confía en que el cambio prometido por él se traduzca en bienestar, y que ya lo siente y lo trata como si fuera el Presidente en funciones.
En torno a esta situación viene a mi recuerdo aquella tarde en la Ciudad de México, durante 1965, primer año del gobierno de Gustavo Díaz Ordaz. Fue en ocasión de una jornada boxística en la Plaza de Toros México, cuyo atractivo principal fue la pelea por el campeonato mundial que disputaba un púgil mexicano. El coso de Insurgentes estaba repleto, pero aun así fue advertida la insospechada presencia del entonces Presidente de la República y de su antecesor, cuando ambos ocupaban sus asientos en uno de los tendidos. Alguien entre la multitud gritó: “¡el Presidente!”, y mil voces empezaron a repetir esa palabra una y muchas veces.
Gustavo Díaz Ordaz se levantó para corresponder al multitudinario saludo popular, pero para su desencanto se escucharon chiflidos. Entendido ese mensaje de rechazo, Díaz Ordaz invitó a López Mateos a que acusara recibo de aquella espontánea manifestación. El ex Presidente se puso de pie y la ovación vibró en el espacio al tiempo que él, con los brazos en alto, prodigaba su carismática sonrisa, la cual no había sido desdibujada por la enfermedad que ya se decía que lo aquejaba.
Es decir que el pueblo seguía sintiendo a López Mateos como el Presidente emblemático y vitalicio de México. Durante su gestión se nacionalizó la industria eléctrica, se crearon instituciones de interés social, y nuestro país destacó en el ámbito internacional por su integridad en política exterior. En otros aspectos se registró el asesinato del líder campesino Rubén Jaramillo y de su familia, del cual se responsabilizó al gobierno, pero ese hecho no pareció impactar en la simpatía popular.
Es decir que, entonces, López Mateos siguió siendo considerado como el Presidente después de dejar de serlo, y ahora López Obrador recibe el mismo tratamiento antes de serlo, en tanto que el Presidente Enrique Peña Nieto permanece al margen de la expectativa nacional y, no obstante sus cotidianas apariciones en actos públicos, ya se le identifica como el ausente. Es el tributo de la corrupción, la violencia y la impunidad que marcaron al saliente gobierno muy por encima de los logros que también tuvo y que se palpan, por ejemplo, en el aspecto macroeconómico.
El compromiso de Andrés Manuel López Obrador crece en proporción a la esperanza ciudadana que se prende a la expectativa de un gobierno eficaz. Es tiempo de aterrizar proyectos en la dimensión precisa para dar una viabilidad razonada a las promesas.