Las razones de la violencia en Sinaloa

Iliana Padilla Reyes
27 mayo 2021

Si en algo coinciden los dos candidatos a la Gubernatura en Sinaloa es en apuntar hacia la responsabilidad federal cuando se les cuestiona por la violencia que consideramos está relacionada con el narcotráfico. En algo están en la razón, porque los estados tienen competencias y limitantes, y porque se requiere una estrategia nacional de pacificación que vaya más allá de los “abrazos” militarizados de la Guardia Nacional. No obstante, considero, es importante reflexionar al menos en tres aspectos para comprender desde otras perspectivas las violencias y así plantear escenarios y acciones posibles desde lo local. En las siguientes líneas desarrollaré algunas ideas sobre una primera reflexión (que no es del todo mía, y no es nueva), y en las próximas semanas continuaré en interacción con algunos lectores que amablemente comparten sus opiniones en mi dirección de correo electrónico.

El primer aspecto que pongo a consideración es nuestra percepción de que la causa insoslayable de las violencias en Sinaloa está en el narcotráfico. Si bien es cierto, observamos que la producción, traslado, venta y otras actividades de índole económicas relacionadas con las drogas tiene una larga historia en nuestros territorios, interactuando con múltiples procesos sociales, culturales y políticos, también lo es que una larga lista de funcionarios, y también académicos, ponemos el dedo en el narcotráfico como un diablo gigante del que emana toda forma de corrupción y, en las palabras favoritas “el deterioro del tejido social”. El narco corruptor integra a los jóvenes en sus filas, compra conciencias públicas que antes eran blancas, genera maldad y perdición. No, no es una defensa. No podría serlo frente a las familias que han perdido a sus hijos y que además no pueden regresar a sus comunidades ocupadas por grupos armados. Más bien planteo que es hora de aceptar nuevos retos en las interpretaciones de las violencias y en su identificación.

El discurso en torno al narcotráfico en la narrativa sinaloense, política, periodística y académica, ha recibido algunos señalamientos por cierto reduccionismo en la interpretación de problemas complejos y también porque aceptamos supuestos como base de nuestros análisis, y así de los planteamientos en acción pública. Desde esta última, se conciben los problemas de seguridad como irresolubles, puesto que se considera que la causa (una) y solución está fuera de las capacidades del gobierno, sobre todo de los gobiernos locales.

Recientemente un grupo de académicos que integran el proyecto de investigación Noria (Noria Research) en su estudio sobre el cultivo de la amapola en México destacó un “sesgo selectivo” en la asociación entre mercados ilícitos y niveles de violencia. Como parte de sus objetivos, se preguntan si la producción de amapola ocasiona violencia o es más bien la política pública de persecución la que impone tensión, conflicto y violencia.

En esta mi primera columna de regreso a “Desde la calle” quiero aceptar esta provocación de Noria para invitar a que replanteemos nuestra visión de la historia violenta en Sinaloa. Para esto, es necesario recurrir a estudios sobre el homicidio y disputas violentas en la región en los inicios del Siglo 20 y antes, de la especialización económica en las décadas de 1940 y 1950 en dos mercados para la agricultura: el legal y el ilegal, así como su paulatina interacción, y la articulación de un “carácter de lugar” conformado a través de esas especializaciones que derivan en tradiciones ligadas al territorio y sus geografías físicas y sociales.

Estudiar las violencias en Sinaloa sacudiendo sesgos, desde diferentes disciplinas, y con la intención de generar nuevos abordajes, es una tarea urgente. Es urgente porque necesitamos cambiar los paradigmas desde los cuales pensamos el problema y buscamos (o no buscamos) soluciones.