Libertad de expresión, nuevas amenazas

Diego Petersen Farah
08 febrero 2020

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La libertad de expresión ha sido, es y será siempre uno de los derechos que más molesta a los poderosos, sean de izquierda o de derecha, populistas o neoliberales. No es un asunto de colores ni de ideologías, es un tema de poder. Cuando la libertad de expresión se ejerce se convierte en automático en un contra poder, en un límite a los excesos y abusos de quien lo detenta, y eso no le gusta a nadie.

Visto desde los poderosos, y aun suponiendo la buena voluntad de los gobernantes, la libertad de expresión siempre se ejerce en exceso, pues limita la libertad de acción, entorpece la toma de decisiones y merma no sólo la autoestima, que en los políticos suele ser más bien alta, sino la capacidad transformadora de un Gobierno, eso que ellos creen que es mejor para la sociedad o dicho pomposamente “su legado”. Basta ver la diferencia de comportamiento que tienen los políticos con la prensa cuando son candidatos y más aún si son de oposición, que cuando tienen la responsabilidad de gobernar y el poder en sus manos para entender cómo el poder transforma y trastorna.

El caso de Sergio Aguayo, pero sobre todo los de cada uno de los periodistas asesinados en este país, ponen de nuevo sobre la mesa esta relación compleja entre autoridades y periodistas, pero sobre todo los pantanosos y veleidosos límites de la libertad de expresión. En todos los sistemas políticos, en todos los países, existen la leyes y reglamentos que protegen y limitan la libertad de expresión y al mismo tiempo usos, costumbres y normas no escritas que la limitan. Los poderes fácticos y la disfuncionalidad del sistema político establecen, más allá de la ley, los verdaderos alcances de este derecho y las formas socialmente aceptadas de ejercer el periodismo.

Hace no muchos años se decía que en México había libertad de expresión, mientras no tocaras al Presidente, al Ejército y a la virgen de Guadalupe (cuyo manto protector en realidad incluía a toda la curia). Esos y no los establecidos por la Constitución eran los verdaderos límites. La llegada de la democracia los derrumbó. A partir de 1997 lo valiente ya no es atacar al presidente sino defenderlo (Monsiváis dixit); el Ejército dejó de ser intocable, aunque viva intocado, y los asuntos que tienen que ver con abusos o delitos de líderes religiosos se ventilan con bastante naturalidad. Pero aparecieron nuevos poderes fácticos, como el crimen organizado, y surgieron renovados vientos de autoritarismo obligan a poner de nuevo sobre la mesa la relación con el poder. Acoso jurídico, ataques directos desde las tribunas del Presidente o los gobernadores, bombardeos cibernéticos orquestados desde los gobiernos, cuando no atentados orquestados desde el crimen organizado obligan a revisar de nuevo dónde estamos parados como sociedad en este tema.

No hay democracia sin libertad de expresión, es cierto, pero tampoco hay libertad de expresión sin una sociedad que la exija y la respalde.