Libertades que atan y matan

Pablo Ayala Enríquez
09 enero 2022

Las declaraciones del Presidente de Francia, Emanuel Macron, como era de esperar, desataron los demonios que habitan en los polos de las redes. Los de la extrema izquierda le acusaron de “insensible”, “déspota”, “autoritario”. Los de la extrema derecha lo calificaron de “violentador”, “pirómano”, “provocador”.

Más allá de los dimes y diretes, Macron sigue empeñado en “fastidiar”, incomodar y dar la vara a quienes se resistan a ponerse la vacuna, por una razón, dicha en sus propias palabras, simple de entender: quienes intencionalmente no se vacunan, y circulan como Pedro por su casa en todos lados, “no solo ponen en peligro la vida del resto, sino también limitan la libertad de los demás y eso no puedo aceptarlo”.

¿Hasta dónde se equivocó Macron con su declaración? ¿Su incorrección política es más una cuestión de forma o de fondo?

De entrada, habría que decir que Macron, por lo regular, cuida bastante su lenguaje verbal y corporal. Ciertamente no es un cortesano de la realeza inglesa, pero las más de las veces se abstiene de hacer declaraciones apresuradas o lapidarias o hacer aspavientos que lo pongan en la picota de los medios y las redes sociales. En ese sentido, podemos decir que es alguien contenido, pero que en esta ocasión decidió escupir mierda por la boca, dejando de lado las buenas maneras a las que obliga la corrección política.

¿También se equivocó en el fondo? En este caso tal parece que su declaración fue un riesgo calculado encaminado a reivindicar el bien mayor que los “espíritus libres”, resueltos, “informados”, desconfiados, cobardes e, incluso, egoístas, se niegan a respetar alegando su absoluta e inalienable libertad de decidir vacunarse cuando ellos lo estimen conveniente o no hacerlo. Desde aquí disparó Macron. Me explico.

Habría que diferenciar entre aquellas personas que no pueden vacunarse y las que no quieren vacunarse.

Los ancianos abandonados, las personas que padecen de sus facultades mentales y vagan solas por las calles, las y los migrantes empobrecidos que caminan a escondidas por montes y veredas inhóspitas, las personas alérgicas a cualquier tipo de medicamento y los habitantes de zonas extremadamente remotas que no tienen los medios económicos para acudir a un centro de vacunación, no se han vacunado por desidia, irresponsabilidad o ganas de llevar la contra a las decisiones de las autoridades de salud. No lo han hecho, porque no tienen forma de hacerlo (incluso, algunos no son conscientes de la importancia de hacerlo). Así de simple.

Del otro lado están los que no quieren vacunarse por distintas razones, las cuales van desde el derecho a decidir, hasta la desconfianza que les produce los tiempos tan reducidos que se emplearon en las investigaciones que sirvieron para producir las vacunas. Dado lo vocal y numeroso que resulta este grupo, vale la pena hacer un alto para revisar la validez de las razones que arguyen.

Entre las más sonadas esta la cuestión de la libertad. Si mi cuerpo me pertenece -dicen los defensores de esta postura- yo decido qué hacer con él, de ahí que nadie puede obligarme a meterme algo que no deseo. Punto.

Otro argumento tiene que ver con cuestiones de carácter ideológico. Movidos por razones religiosas o políticas, en los Estados Unidos, por ejemplo, pululan aquellos que no quieren vacunarse para no hacerle el caldo gordo a los demócratas o a esos que ven como marionetas del demonio.

También están aquellos que por simple desidia no quieren vacunarse. Confiados en el resultado del rigor de sus hábitos y rutinas higiénicas, su salud, el sinnúmero de precauciones que toman cada vez que salen a la calle y el “tiempo adecuado” que algún día habrá de llegar, van posponiendo el día de su vacunación ad infinitum. En ellos la prisa no existe.

En otro grupo se encuentran los que tienen miedo a esta y cualquier otra vacuna. Es tanto el temor que tienen a los procedimientos médicos, que apenas sedados podrían ser vacunados o intervenidos para sacarles la vesícula. Temen al pinchazo, pero también desconfían del contenido y efectos de la fórmula, los cuales -dicen- van desde mutaciones en el ADN, hasta la implantación de un microchip que una inteligencia supranacional mandó insertar a todos los habitantes del planeta.

Y, sin agotar la lista, también están aquellos que desconfían en los procesos científicos utilizados por las farmacéuticas cuando produjeron la vacuna, los intereses espurios de las instancias reguladoras y de organismos internacionales como la ONU y la OMS que continúan presionando para que el mundo entero sea vacunado. “Los tiempos no dan” -dicen los defensores de esta postura-, “producir una vacuna requiere muchos años de experimentación; es imposible que se produzca en seis o nueve meses”, “quieren experimentar con nosotros” y una larga lista de agudísimas suspicacias que son el reflejo de su incredulidad y la puerta de entrada al egoísmo e irresponsabilidad.

Y, justamente, a este segundo grupo es al que Macron decidió joderle la borrega; a quienes teniendo todas las facilidades del mundo para vacunarse, no lo hacen porque no se les da la gana cobijándose en una serie de razones difíciles de sostener.

Cierto, nadie debería pasar por encima de nuestra autonomía obligándonos a llevar a cabo algo que no queremos hacer. El problema es que la autonomía está limitada por la autonomía de los demás. Si mi libertad de enfermarme solo me afecta a mí, y mi enfermedad no pone en riesgo o afecta en ningún sentido a otras personas, entonces Macron, y cualquier otro Presidente del mundo, debería respetar dicho derecho. Pero si me niego a vacunarme y me contagio, y luego exijo que la autoridad se responsabilice de mí dándome un tratamiento adecuado, una cama de hospital, un respirador y todo lo que requiere quien se contagió de Covid-19, ni me hago responsable por todos aquellos que contagié (en caso que suceda), entonces la reivindicación de la libertad comienza a hacer aguas por todos lados.

Lo mismo sucede con aquellos a los que les atenaza el temor, los prejuicios o la suspicacia les llena de pájaros la cabeza. Su argumento es tan necio como absurdo, porque estas mismas personas desconocen prácticamente todo lo que en determinado momento puede hacerles daño, dígase la composición química del aire acondicionado o calefacción que respiran, el agua que beben o con la que se riegan las frutas y verduras que comen, el jabón con el que se bañan, el polvo que absorbe su piel, la radiación solar y un largo etcétera que no pueden, ni podrán controlar, y del que depende su existencia en la tierra.

Aunque suene éticamente incorrecto, siendo estas las razones que mueven a Macron, celebro que joda la pava a tanto y tanta desidiosa que, alegando una extraña idea de libertad, pone en riesgo la salud y vida de muchas y muchos inocentes.

Y por no dejar, van unas cuantas preguntas al margen: ¿Después del Tec del Monterrey contra quién la emprenderá López Obrador? ¿Acaso no sabe (o se hace) que en oficinas municipales, estatales, universidades e institutos públicos hay gente que labora bajo el esquema del outsourcing en condiciones verdaderamente precarias? ¿No se le ocurren formas más inteligentes que no sean la provocación, el descrédito y el argüende barato, para poner orden donde sus incondicionales no logran poner?