Los jóvenes, la Gen Z y el nuevo extremismo
Hay un fenómeno silencioso, aunque cada vez menos, que recorre el mundo occidental, el ascenso de posturas de ultraderecha entre los jóvenes y lo vemos en Estados Unidos, España, Argentina, Alemania y, poco a poco, también en México. A veces disfrazado de “rebeldía”, “antiprogresismo” o “libertad de pensamiento”, pero reducirlo a un simple giro ideológico es un error de lectura, porque el fenómeno es más profundo, es existencial, emocional y sociocultural.
Vivimos en la sociedad del cansancio, una época donde la hiperexigencia, la competencia infinita y la precariedad emocional generan sujetos exhaustos, aislados y con una sensación permanente de insuficiencia y en ese terreno, los discursos simplificados y contundentes encuentran un paisaje fértil, porque donde hay ruido, la promesa de orden se vuelve un bálsamo; donde hay ambigüedad, la contundencia se vuelve alivio; y donde hay incertidumbre, cualquier narrativa clara, aunque sea peligrosa, se vuelve tentadora.
Los estudios de la psicóloga Karen Stenner sobre la “intransigencia autoritaria” muestran que el auge de posturas extremas no surge del odio ni de la ideología, sino de la sensación de que el mundo perdió coherencia y cuando las personas, en especial los jóvenes, sienten que el orden social, económico o cultural está amenazado, buscan refugios identitarios que les devuelvan estabilidad.
No están votando ideas, están votando contra la incertidumbre.
La ultraderecha entendió ese vacío antes que nadie y ofrece lo que la política tradicional dejó de ofrecer, una narrativa emocionalmente satisfactoria, con enemigos claros, explicaciones contundentes y un sentido de misión colectiva, así que como diría Nietzsche, cuando la vida carece de sentido, lo que emerge no es la libertad, sino la necesidad desesperada de aferrarse a alguna “verdad”, aunque sea falsa.
Muchos jóvenes sienten que viven bajo vigilancia permanente, cada palabra puede ser motivo de cancelación, cada error se interpreta como pecado moral, cada duda como sospecha y aunque el progresismo ha impulsado avances necesarios, sus expresiones más dogmáticas generaron una cultura de miedo y es justo ahí donde se da otra paradoja, la ultraderecha se presenta como “transgresora”, cuando en realidad defiende las estructuras más conservadoras pero para una generación saturada, la idea de hablar sin ser linchado ofrece la ilusión de libertad.
No es que simpaticen con agendas reaccionarias, están cansados y en ese cansancio, como diría Byung-Chul Han, la agresividad aflora como respuesta al exceso de positividad tóxica, la corrección permanente y la vigilancia moral.
La modernidad líquida, como señaló Bauman, trajo vínculos frágiles, instituciones debilitadas e identidades inestables y los jóvenes crecieron en un mundo donde nada es sólido, ni los empleos, ni las relaciones, ni los proyectos de vida y esa fragilidad identitaria crea un hambre de pertenencia que los extremismos llenan con precisión quirúrgica. Ofrecen un “nosotros” y un “ellos”, una tribu, una épica, una identidad y esa promesa, por hueca que sea, opera como antídoto emocional en un tiempo sin certezas.
Mientras tanto, las instituciones que deberían ofrecer comunidad, la escuela, los partidos, las organizaciones culturales, incluso la familia, parecen desconectadas de la experiencia real de los jóvenes y en este contexto, lo que la política moderada comunica es trámite; lo que los extremismos comunican es sentido.
Pocas cosas moldean tanto una generación como sus expectativas económicas y los jóvenes enfrentan trabajos precarizados, nulas posibilidades de comprar vivienda y ansiedad financiera, no están frustrados por ideología, sino por condiciones materiales y alguien dijo que la política es el arte de articular el malestar social, la ultraderecha lo articula ofreciendo culpables fáciles, inmigrantes, minorías, feministas, burócratas y prometiendo regresar a un pasado mítico. Es una nostalgia fabricada, pero funciona.
Cuando una generación siente que el futuro está cancelado, cualquier discurso que prometa restaurar un orden perdido resulta seductor, incluso si ese orden nunca existió
La salida no está en criminalizar ni en romantizar, tampoco en tratar a quienes se acercan a los extremos como criaturas desorientadas a las que hay que rescatar y comprender el malestar es imprescindible, pero la comprensión no exime de responsabilidad.
Como recordaba Hannah Arendt, la libertad se ejerce en el mundo, y actuar en el mundo implica responder por lo que uno hace en él.
Hay una verdad incómoda que debemos recuperar, la búsqueda de sentido no autoriza a renunciar al juicio y pensar exige un esfuerzo que ninguna narrativa simplificada puede reemplazar. Desear orden no justifica abrazar discursos que destruyen la pluralidad y la nostalgia de certezas no legitima la renuncia a la crítica.
Kierkegaard advertía que la desesperación aparece cuando el individuo evade su propio yo y hoy esa evasión toma la forma de tribus digitales que sustituyen el criterio personal por consignas, pero la libertad, si quiere ser algo más que consigna, requiere hacerse responsable tanto de las preguntas como de las respuestas que elegimos aceptar.
No basta exigir que la sociedad escuche, también hay que escucharse, examinar la comodidad del enemigo fácil y la tentación de delegar el pensamiento en figuras que prometen alivios inmediatos porque la madurez democrática empieza ahí en la autocrítica.
Los extremos prometen identidad, pero exigen una renuncia, la renuncia al matiz, a la complejidad, al otro y quien entrega eso, entrega la posibilidad misma de libertad.
Más que volver al centro, este tiempo exige recuperar la capacidad de sostener la incertidumbre sin convertirla en odio; habitar la pluralidad sin miedo; elegir la lucidez incluso cuando duele más que la certeza falsa.
Ese es el desafío ético de nuestra generación, no para “salvar” a nadie, sino para que cada uno decida no abdicar de la responsabilidad de pensar, porque la democracia no se construye sólo con instituciones, sino con individuos capaces de mirarse de frente y asumir el peso real de sus ideas.
Gracias por leer hasta aquí, nos leemos pronto.
Es cuanto.