Los turistas en el lugar equivocado

José Abraham Sanz
26 junio 2022

El viaje había estado de lo más divertido. Todavía me río cuando recuerdo la forma en la que el Martín imitaba el llanto de un perrito, mientras estaba agazapado del aburrimiento en ese rincón de un Navolato-Altata, por algún tramo de la autopista Culiacán-Altata.

La gente escuchaba el sonido y se miraba entre sí; algunos bajaban la vista a la penumbra donde no servía de nada la tímida luz amarilla del camión, a ver si podían hallar alguna forma de cachorro entre la oscuridad.

El Juangra, su hermano, lo miraba mientras aguantaba la carcajada.

Era la primera vez que me aventuraba a irme en camión hasta la casa de playa de la familia en El Tetuán y la pandilla de la cuadra se había emocionado con la idea de irnos a dormir un fin de semana, beber alcohol, jugar baraja, fumar hasta parecer una locomotora y por supuesto que irnos a bañar en la bahía.

Todos llevábamos mochila con ropa y algunas latas de comida, galletas saladas y botanas, toalla, shorts y sandalias.

Quizá por eso a veces nos miraban raro quienes viajaban de vuelta a casa desde sus trabajos en la ciudad de Navolato, porque ni era verano, ni época vacacional, ni siquiera un fin de semana. Éramos como unos turistas en un lugar y en un momento equivocado.

Es más, a la mayoría, la puesta de sol nos ganó y nos dejamos las gafas puestas aunque ya era de noche.

Después de pasar El Vergel les di el primer aviso de que ya estábamos por llegar. El objetivo era llegar hasta el entronque de la carretera que lleva a El Tambor. Ahí, tomaríamos el viejo camino a El Tetuán Nuevo. El segundo aviso lo di cuando pasamos Bariometo.

Lo que más recuerdo es que estaba más oscuro de lo que me había imaginado.

Luego de contarnos -éramos unos siete-, y revisar que el equipaje había bajado completo del autobús, empezamos a caminar, bajando por la tierra salada que lleva a las marismas.

No había luna y era posible ver las estrellas brillar con una intensidad única, ahí, en medio de manglares y con el ruido de la fauna nocturna y una sábana de mosquitos que nos envolvía cada que dábamos un paso.

Lo peor de no haberme imaginado esa oscuridad, es que nadie iba preparado, a nadie se le ocurrió llevar una linterna, lámpara o cualquier cosa que nos ayudara a iluminar nuestro camino. Cerillos y encendedores sí traíamos, pero no alumbraban más de unos centímetros adelante.

Por eso luego de que pasamos el estero comencé a sentirme ansioso de no poder hallar el puente que cruza el estero y cuyo camino te lleva derecho hasta la casa de playa de la familia, en el centro del pueblo pesquero.

Nos dábamos cuenta que el camino se terminaba, porque las espinas de alguna cactácea nos rasgaba la ropa y los tenis.

Entonces se me ocurrió una idea, en medio de la oscuridad y el desespero que casi se podía respirar: había que seguir los postes de la línea eléctrica.

Seguramente esos postes llevarían hasta el pueblo y pasarían por el puente.

Más tranquilos y entre risas, partimos con alegría y emocionados de que pronto íbamos a llegar a casa, descansar y preparar alguna cosa para cenar.

Sin embargo no salió como esperaba y mi hermano menor fue el que se percató.

“Esos postes nos están llevando para Altata, El Tetuán está para allá”, me gritó.

El nuevo error enfadó a la mayoría y mi posición de líder comenzó a tambalear a tal grado que el Rosco emprendió un camino imaginario y por el que todos terminamos siguiendo.

Caminar por ese escenario desértico y oscuro, con las piernas espinadas y la ropa rota me hizo recordar los testimonios de los soldados franceses que invadieron Sinaloa después de llegar por Altata, que cuando emprendieron viaje a Navolato sufrieron bajas o mermas físicas por la vegetación y la fauna costera sinaloense.

Nosotros no teníamos entrenamiento militar, no traíamos rifles ni equipo, pero sí la valentía -o locura- del buen Rosco.

Atravesamos una fila de manglares y alguien se percató que justo frente a nosotros el suelo parecía más claro que en otras zonas.

“Es arena, es arena”, gritó mi hermano.

“No, ¡qué arena va a ser! En la arena no se reflejan las estrellas”, dijo el Rosco y siguió su camino bordeando ahora la bahía.

El lugar y algunas luces en el horizonte me hizo ubicarme, sólo sería cuestión de tiempo para llegar al camino principal que lleva al pueblo.

Entonces quise explicarle, pero me ignoraron.

Poco tiempo después alguien escuchó gritos a lo lejos, luego música, y cada vez más cerca risas, carcajadas, sonidos de chapuzones.

Atravesamos una pequeña península y nos encontramos el final de la hilera de casas que tienen patio a la bahía.

A unos 200 metros de nosotros, un grupo de jóvenes más o menos de nuestra edad, estaban divirtiéndose, bebiendo, lanzándose clavados desde un pequeño muelle con música a todo volumen.

Alguien propuso pedirles ayuda.

Yo insistí que no era necesario, pero los gritos comenzaron a hacerse coro.

“¡Oigan, ayúdenos!, dijeron.

El sonido viajó e hizo su trabajo: alguien de los bañistas volteó con curiosidad hacia donde estábamos nosotros. Luego comenzó a hacer ademanes a sus compañeros, los calló y exigió poner atención.

¡Hey, ayuda!, gritó alguien con desesperación.

“¿Qué quieren?”, respondió el audaz bañista.

“¡Estamos perdidos!”, dijo otro de mis amigos, el Quina.

El mensaje parecía haber llegado fuerte y claro, pero hubo una pausa larga antes de una respuesta.

Hasta que llegó.

“Por pen..., chin... a su madre!”, gritó al momento que recorría el muelle corriendo para lanzarse al agua, lo que provocó carcajadas, y que la fiesta siguiera con la música a todo volumen.

A mi grupo no le cayó nada bien la respuesta y los ánimos decayeron.

Pero comencé a caminar y sin decir nada, los demás simplemente me siguieron.

Casi una hora después logramos llegar a la casa de playa.