Los videojuegos violentos no vuelven violentos a los niños, ¿quién tiene ‘la culpa’?

Alberto Kousuke De la Herrán Arita
19 octubre 2025

La relación entre los videojuegos y la violencia infantil ha sido objeto de debate durante décadas. Madres, padres, educadores y medios de comunicación han manifestado preocupación por la posibilidad de que los juegos electrónicos, en especial aquellos con contenido violento, puedan fomentar conductas agresivas en los niños.

Sin embargo, la evidencia científica actual muestra una realidad más matizada: los videojuegos no convierten a los niños en personas violentas, aunque pueden influir modestamente en su nivel de agresividad a corto plazo dependiendo del contexto, del tipo de juego y de las características individuales del jugador.

Los primeros estudios sobre el tema, realizados en las décadas de 1980 y 1990, sugerían que los niños expuestos a videojuegos violentos mostraban más comportamientos agresivos en tareas de laboratorio.

Estas investigaciones dieron origen a teorías como el aprendizaje social, según la cual los jugadores imitan conductas agresivas observadas en los personajes, o la del priming cognitivo, que plantea que la violencia en pantalla activa pensamientos y emociones hostiles de manera temporal.

Sin embargo, estos experimentos solían medir la agresión con indicadores artificiales, como la cantidad de ruido que un jugador infligía a un oponente virtual, por lo que sus resultados no necesariamente se traducen en comportamientos reales fuera del laboratorio.

Estudios posteriores, de tipo longitudinal, han seguido a niños y adolescentes durante años para analizar si quienes juegan videojuegos violentos terminan mostrando una mayor propensión a la violencia real.

Los resultados han sido inconsistentes y de efecto pequeño. Algunas investigaciones hallaron ligeros aumentos en actitudes agresivas, mientras que otras no encontraron ninguna relación significativa.

Grandes metaanálisis, como los realizados por la American Psychological Association, concluyen que sí existe una relación estadísticamente detectable entre el juego violento y la agresión, pero su magnitud es tan reducida que no puede considerarse un factor determinante del comportamiento violento.

Además, cuando se controlan variables como el entorno familiar, el nivel socioeconómico o la presencia de violencia doméstica, los efectos del videojuego casi desaparecen.

Un aspecto clave que explica esta diversidad de hallazgos es la heterogeneidad de los videojuegos. No todos tienen los mismos contenidos ni el mismo impacto psicológico.

Los llamados shooters o juegos de disparos suelen asociarse con incrementos momentáneos en la agresividad, sobre todo si el jugador se identifica con el personaje agresor.

No obstante, los juegos cooperativos o prosociales, que premian la colaboración, la empatía o la resolución pacífica de conflictos, tienen el efecto contrario: fomentan comportamientos de ayuda y cooperación.

De hecho, varios estudios experimentales han demostrado que los niños que juegan videojuegos con contenidos prosociales tienden a comportarse de manera más solidaria inmediatamente después del juego.

También se ha encontrado que la competitividad, más que la violencia explícita, puede ser un factor que eleva la agresividad temporal.

Un videojuego no violento pero altamente competitivo puede generar reacciones de enojo comparables a las de un juego violento, mientras que la cooperación reduce esos efectos.

El contexto familiar y social en el que el niño juega es igualmente determinante.

La supervisión parental, el tiempo de exposición, la comunicación sobre los contenidos y la existencia de reglas claras modulan profundamente el impacto del videojuego.

Los niños que crecen en ambientes estables, con buena educación emocional y apoyo familiar, rara vez desarrollan conductas violentas por jugar videojuegos, incluso si estos son de temática bélica.

Por el contrario, los menores que viven en entornos violentos o con escasa supervisión pueden usar los juegos como espacios de escape, y en esos casos la exposición prolongada a violencia virtual podría reforzar patrones ya existentes.

Otro argumento importante es que, si los videojuegos violentos causaran violencia en el mundo real, se esperaría un aumento paralelo de la criminalidad conforme estos juegos se han vuelto más populares.

Sin embargo, los datos demuestran lo contrario: la violencia juvenil ha disminuido en la mayoría de los países desarrollados en las últimas dos décadas, a pesar de que el consumo de videojuegos ha aumentado drásticamente.

Esto sugiere que la relación entre ambos fenómenos no es causal, sino más bien coincidencial o mediada por muchos otros factores sociales.

Diversas investigaciones en psicología del desarrollo y neurociencia social coinciden en que la familia y el entorno social inmediato ejercen una influencia mucho mayor que los videojuegos en la formación de conductas violentas en los niños.

Estudios longitudinales han demostrado que factores como la violencia doméstica, la falta de apego emocional, la exposición a modelos agresivos en el hogar, el maltrato físico o verbal y la ausencia de supervisión parental predicen con mucha más fuerza la aparición de comportamientos violentos que cualquier medio digital.

Asimismo, la calidad del vínculo afectivo con los padres y cuidadores funciona como un potente amortiguador frente a la agresión: los niños que crecen en ambientes estables, donde se les enseña empatía, autocontrol y resolución pacífica de conflictos, muestran una baja propensión a la violencia incluso si consumen contenidos violentos.

Los videojuegos no son una causa directa de violencia en los niños. Pueden provocar aumentos leves y temporales en la agresividad o en la excitación emocional, sobre todo cuando el juego es violento y competitivo, pero estos efectos no se traducen en delitos ni en conductas antisociales permanentes.

Lo que realmente determina si un niño se comportará de manera violenta son factores como la educación, la estabilidad emocional, la calidad del entorno familiar y la presencia de modelos positivos de conducta.

Lejos de ser una amenaza en sí mismos, los videojuegos representan una forma moderna de entretenimiento y, bien utilizados, pueden incluso fomentar habilidades cognitivas, estratégicas y sociales.

La clave no está en prohibirlos, sino en educar para jugar conscientemente, promoviendo títulos apropiados para cada edad y cultivando valores que trasciendan la pantalla.