Maestros: la lucha que no cesa
Nunca es tarde para hablar del Día del Maestro. Y más ahora que están en el epicentro nacional de una lucha política.
Al margen de la ya mencionada situación nacional, crispada por más de un motivo y galvanizada por la mecánica de su movimiento de cerrar avenidas, plantones y hasta el aeropuerto, la labor del maestro hoy es más compleja que hace no pocos años.
Las minas de sal, llamaba el escritor Cesar López Cuadras a su etapa en que fue maestro de prepa. Aunque los retos y compromisos empiezan desde el preescolar y siempre se renuevan con asombro.
No sólo los sueldos tienen más de 30 años disminuyendo, si no que la profesión se ha pauperizado en muchos aspectos.
Se suele culpar en el ideario colectivo a los líderes sindicales y hablar de sus vidas suntuarias, pero el problema es más complejo, más de fondo, más ligado a los cambios de la vida nacional.
No se trata de tomar partido a la primera, siguiendo a las narrativas tradicionales o las que están en boga en la retórica del poder.
Los estudiantes de ahora -¡y los padres de familia!- no son los mismos de hace tiempo. La agresividad del tráfico, las redes sociales y las conductas también se dan ahí con brío y persistencia.
Todo eso tiene que lidiar el profesor en el aula y fuera de ella.
El verdadero maestro no es sólo un bastión, sino un rompeolas ante la marea humana de sus alumnos jóvenes, turbamulta de sueños vivos, jauría de hormonas buscando donde afianzarse, para la que el profesor es el guía que trata de domeñar sus ansias de rebeldía. Paciencia, firmeza, amor y pantalones, porque a veces la resiliencia no es suficiente y la labor de casa viene ya viciada.
A esos anónimos misioneros del magisterio, enfrentados a la disciplina diaria y la educación continua, debe ir siempre nuestro reconocimiento y abrazo fraterno no sólo en su día.
A mí me gusta dar clases, pero no podría dedicarle más tiempo por mi compromiso en la promoción de la cultura universitaria. O me concentro del aula o atiendo el teléfono de llamadas que no puedo ignorar.
Además, hoy ya no conecto igual con los muy jóvenes. Nuestras referencias han cambiado. Antes, para hablar de la rima y los romances populares de la España medieval, les ponía de ejemplo las coplas del cine mexicano, concretamente las de Pedro Malo y Jorge Bueno.
Pero desde hace más de 15 años, los nacidos ante una pantalla digital no saben quién es Pedro Infante, salvo que tengan un abuelito con una radiola.
Ahí descubrí que sólo podría seguir dando clases a personas con una formación más adulta o cercana a la edad de mi hijo. No es igual la conexión.
Me siento impostor cuando me llaman maestro, aunque me he dedicado de diferentes formas a la enseñanza y por variados momentos.
Más bien he sido instructor, tallerista o profesor en diplomados, pero nunca había estado más de un semestre seguido en una escuela, tal como hacen los auténticos profesionales y apóstoles del aula.
Fui alfabetizador a los 14 años, en una modalidad de clases dadas por una radionovela y a partir de ahí entré a la farándula de la vida cultural mazatleca. Mi labor en el claustro es demasiado intermitente.
El sociólogo Leo Díaz fue mi primer jefe en el INEA. Mis alumnos eran adultos de colonias emergentes, entre ellas la Pancho Villa y luego en la Venustiano Carranza.
No sufrí mucho en esa etapa. Muchas de esas personas tenían ya conocimientos generales de leer y escribir y habían dejado sus estudios de niños para trabajar. Querían el papelito y habían sido convencidos de superarse previamente por entusiastas trabajadoras sociales.
Asistía en visita domiciliaria por las tardes a darles un repaso y clase luego de la radionovela. La mayoría terminaban siendo enseñados por sus propios parientes, apenados de que un joven “profesor” fuese a sus casas a darle clase al papá o la abuelita.
Todos terminaron su libro de enseñanza a solas o con ayuda antes de tiempo.
Me trataban bien y no pocas veces me convidaban de sus humildes y sabrosas. Muchos venían de pueblos donde la gente importante y de respeto eran el cura, el médico y el maestro.
También pagaban bastante bien en INEA: 2 mil pesos al mes. Ascendí luego a Organizador Regional porque algunos anteriores a mi dejaron todo a medias y así gané seis mil. Una fortuna que se me iba en libros, entonces con un valor entre sesenta y trescientos pesos,
Ya no volvería ser profesor hasta los 24 años en una prepa nocturna, de cuyo edificio hoy soy director, convertido en un Centro Cultural Universitario (UAS).
Esa experiencia me marcó y espero que estos profesores en lucha encuentren una solución acorde con sus necesidades y la verdadera situación nacional: si nos quedamos sin maestros, esta barbarie que hoy nos atosiga se seguirá multiplicando como los incendios que en este momento asolan la sierra de Sinaloa.