No defender al criminal

Pablo Ayala Enríquez
22 febrero 2020

""

pabloayala2070@gmail.com

La cronología del asesinato de Fátima retrata el tiempo de descomposición social y moral que vivimos.

El 11 de febrero, alrededor de las 18:30 horas, Fátima caminaba por calles y callejones de Xochimilco, tomada de la mano de quien fue su asesina. El 12 de febrero sus familiares denuncian la desaparición en la Fiscalía de Tláhuac, activándose la Alerta Amber en aeropuertos, centrales de autobuses, estaciones de policía, radio, televisión y redes sociales. El 13 y 14 de febrero, acompañados de las autoridades de seguridad, sus familiares realizaron varios recorridos por los sitios que quedaron registrados en las cámaras de vigilancia; la asesina y la niña deambulaban entre la gente, llegando a toparse, incluso, con la policía. El 15 de febrero en un terreno baldío encontraron el cuerpo de Fátima. Los médicos forenses determinaron que había muerto de forma violenta; presentaba signos de tortura. El 20 de febrero fueron detenidos Mario Alberto y Gladys Giovanna, los asesinos de la niña; un par de días antes de su detención fueron a esconderse en casa de una tía de Mario, la mujer que cuando supo que la policía los perseguía, les denunció. El 21 de febrero, Angélica Urbina, hasta ese momento abogada de Gladys Giovanna, declaró: “Nosotros decidimos retirarnos debido a las amenazas físicas y verbales de muerte que hemos afrontado por llevar el caso”.

Cada uno de los días vividos representa una historia de horror, dolor, infamia, vileza, negligencia, ineptitud, impotencia y desesperanza. Indecibles porque brotaron del hediondo y viscoso pantano de las miserias humanas que nos hieren y matan, del lodo asqueroso donde chapotean nuestros peores vicios. “Tráeme un regalito” le dijo Mario Alberto a Gladys Giovanna. Bastaron un par de patadas para que ella, poniendo en suspenso sus instintos maternos, saliera a buscarle una “niña chiquita para que sea mi novia toda la vida”. Gladys Giovanna encontró “el regalito” en la puerta de una escuela, cuando Fátima esperaba a que llegaran por ella. El pez grande se come al chico, por eso la víctima, se convirtió en victimaria; si no llegaba con otra, sus hijas serían el caramelito que Mario Alberto se habría de zampar. Gladys Giovanna defendió a las suyas entregando la inocencia y vida de otra al asqueroso rufián.

Lo torcido de la trama hizo hervir la sangre de quienes la vivieron de cerca. Para hacer realidad la proclama del “Ni una más” la única salida es acabar con la rabia; había que matar al perro, por eso muchos querían linchar a Mario Alberto y Gladys Giovanna, incluso, a quien les defendiera. Si ni los animales matan con esa saña, ¿había que tratarlos y defenderlos como humanos?

Esto último, el despacho de Angélica Urbina lo tenía perfectamente claro, tan claro como el hecho de que todo profesionista tiene derecho a rehusarse a prestar servicios apelando al mecanismo de la objeción de conciencia. Me explico.

Nuestra Constitución, así como la Declaración Universal de los Derechos Humanos, señalan que ante una disputa legal todos tenemos el legítimo derecho a ser defendidos.
Independientemente de nuestras creencias, ideas, costumbres, recursos o el mal que hayamos hecho, tenemos derecho a ser representados por un abogado para que el juez analice y dictamine sobre lo que hicimos. Privarnos de ese derecho humano nos convierte en víctimas o, en algunos casos, nos revictimiza.

Visto así, pareciera que la abogada Angélica Urbina dio la espalda a Gladys Giovanna haciendo más grande y profunda su (¿merecida?) desgracia. Sin nadie que la defienda en el juzgado, ¿quién podría hablar a su favor para reducir los más de 100 años de sentencia que pesarán sobre ella? ¿Cómo responder a quien afirme que Gladys Giovanna primero fue víctima, luego victimaria para terminar en revictimizada?

La respuesta está en la objeción de conciencia que utilizó la abogada para zafarse del caso. Esta al decir que había sido amenazada, dejó en claro su interés y deseo por defender el valor de la vida, su propia vida, su activo y recurso moral más importante, por ello, aunque la Constitución y la Declaración de los Derechos Humanos expresamente lo digan, Angélica Urbina tiene un derecho legítimo a desobedecer órdenes y leyes que pongan en riesgo sus convicciones morales e, incluso, religiosas, dando paso al mandato del tribunal supremo que representa su propia conciencia.

Marina Gascón define la objeción de conciencia como “un derecho subjetivo que tiene por objeto lograr la dispensa de un deber jurídico o la exención de responsabilidad cuando el cumplimiento de ese deber se ha consumado”, por eso Urbina tiene derecho a procurarse y hacer valer la dispensa. Ni la ley ni los ruegos de la madre pueden obligarla a defender a quien ha sido expuesta como la más vil criminal. La cuestión no tiene que ver con la moralina, más bien, tiene que ver con el valor de la vida, su propia vida, a la cual una parte de la comunidad de Xochimilco le puso un precio; ínfimo como el de muchas mujeres en México.

Difícil invocar cualquier deber derivado de la ética profesional en un contexto donde las mujeres son tan vulnerables, en un país donde el promedio de asesinatos supera los diez feminicidios cada día. En México a esta abogada, ni a ninguna otra, se le debiera acusar de insensibilidad o falta de empatía, porque la simple tarea de realizar su trabajo pone su vida en riesgo. No estamos ante una cuestión de conservadurismo “fifí”, como insensatamente pudiera acusar en sus mañaneras el Presidente. La objeción de conciencia es un mecanismo de defensa y conservación que se activa en realidades donde muchos temen por su vida.

Hoy fue la abogada, pero mañana pueden ser otros profesionales. Policías, médicos, forenses, empleados de funerarias, jueces, funcionarios públicos, periodistas y hasta docentes, nos las vemos con la necesidad de renunciar a leyes, reglas y deberes porque ponen en riesgo, como dijo Ortega y Gasset, lo único que nos mantiene en pie: nuestras creencias.

Creer que la vida encarna un valor incalculable, jamás debería ser comparado con la renuncia a lo que nuestros cargos y leyes nos obligan. Por el contrario, quien es consciente de que la vida es lo más preciado que tenemos, se sabe autónomo para decidir y actuar conforme a las pautas y normas que le dicta su conciencia moral; la misma que salvó a esta abogada de ser una cifra, un caso más, del feminicidio en México.